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Después de dar un vistazo general a todos aquellos característicos accesorios, cuadras y gallineros inclusive, de la mansión del caballero a quien íbamos a visitar, y siempre bajo la dirección de Neluco, seguíle yo estragal adentro y escalera arriba, y así llegamos a la pieza que podía llamarse estrado o salón de recibir, amplia, con luces a un gran balcón de hierro, de viguetería descubierta y suelo de recias tablas de castaño.

Visto de cerca don Pedro Nolasco y a la luz del día, me pareció mucho más grande y más feo que en la cocina de mi tío, a la luz de la fogata y del candil: mejor que de un ser racional, la piel de su cara, por su aspereza y por su color agrisado, parecía de coloso paquidermo; sus ojos reventones, resultaban verdes con ramajos encarnados; la cabeza descomunal, apenas le cabía entre los hombros hercúleos, y todo su conjunto, con lo grasiento del vestido que le envolvía, se destacaba brutalmente sobre las blanquísimas paredes del salón en que fuimos recibidos; salón viejo, eso , con suelo y viguetería de castaño casi negro, como los muebles que contenía; pero limpio todo y sobado hasta relucir, con algunas chucherías sobre la cómoda y en las paredes, que denunciaban la pulcritud y las delicadezas de una mujer como la que acababa de despedirse de nosotros en el crucero de los pasadizos.

En otra jerarquía más elevada, los Vélez en su caseretón de alta y ennegrecida fachada, llena de escudos mohosos y de balconajes oxidados, empotrada y reventándose entre otras dos que, por lo humildes y despatarradas, parecían estar sosteniéndola por obra caritativa; el portal, enorme, obscuro, lóbrego y con el suelo de adobes; la escalera, ancha, de zancas trémulas y peldaños jibosos; luego el vestíbulo, tan grande y tan sombrío como el portal, con gran banco de madera con escudo de armas tallado en el espaldar, arrimado a la pared debajo de un tapiz descolorido ya y hecho jirones; después el estrado, como cuatro vestíbulos de grande, con su tillo de anchas, abarquilladas y viejísimas tablas de castaño; su techo de viguetería descubierta, de la misma madera y del propio color que el suelo; sus claros abiertos a la fachada, como tragaluces de mazmorra, por lo bajos y lo espesos; sus sillones de alto copete, penetrados de la polilla; sus cornucopias desazogadas; sus alfombras raídas; sus retratos de familia pintados en lienzo, y su Ecce-Homo en cobre, borrosos y mordidos por la sarna de los tiempos; sus damascos lacios y descoloridos; sus dos consolas con columnitas de basa y capitel de metal dorado, sosteniendo los sempiternos candelabros de malaquita y bronce; y en fin, su péndulo asmático, de carillón que ya no funcionaba; y el estrado y el vestíbulo y la escalera y cuanto podían distinguir los ojos del profano visitante, todo a media luz, y limpio y reluciente y silencioso, inmóvil, frío y con el vaho de las criptas, como si allí no hubiera hogar ni se viviera.