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Yo quiero sólo notar aquí algunos que servirán a completar la idea de las costumbres, para trazar en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil. El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores.

¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza! Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias.

Andando esta historia, el lector va a descubrir por solo dónde se encuentra el rastreador, el baqueano, el gaucho malo, el cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres han traspasado las fronteras argentinas y aun en aquéllos que llenan el mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus costumbres, su organización.

Calíbar lo seguía sin perder la pista; si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi-as-dirAl fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar.

Por eso se han desprendido del volumen, como páginas de antología popular, las siluetas del Rastreador, del Baqueano, del Gaucho malo y del caudillo silvestre, de las cuales Sarmiento dice que han quedado como la introducción de Volney a las «Ruinas de Palmira»... Sarmiento admiraba, en efecto, a Volney, y acaso no fué del todo extraña esa obra, lo mismo que la de Walter Scott, Víctor Hugo, Fenimore Cooper y Chateaubriand, a la formación de sus gustos como narrador.

Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa.

Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible.

Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este esEl delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo.

Al fin se detiene, examina unas hierbas, y dice: «¡Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indicanEntra en una viña; Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido» fué la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dió el rastreador.