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Va a estrenarse dentro de quince días me dice mi amigo. ¡Lo mismo, exactamente lo mismo que hace siete años! El camarero me llama por mi nombre: ¡Hola, D. Julio! ¿Qué va usted a tomar? Elijo una paella, como plato castizo, y del que me encontré privado durante mucho tiempo. Esta paella observa alguien que la conoce es la misma de ayer.

Nuestros amigos se alegrarán de verte». Y emprendía el viaje para sufrir el tormento de una paella interminable, en la cual los partidarios le acongojaban con su regocijo alborotado y los obsequios ofrecidos entre los rústicos dedos. «Convendría que dejases descansar al caballo unos días. En vez de pasear ve por las tardes al casino.

Y estas cartas, garrapateadas por la sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron por obsesionarle, por obligarle a marchar al distrito. Había que verles después de la paella, hablando en un rincón del huerto; el diputado, obsequioso y amable. Bolsón, cejijunto y malhumorado.

Dio varias disposiciones a la novia para que trabajara en la cocina, y se fue a la compra con Papitos, llevando el cesto más grande que en la casa había. Lo que doña Lupe llamaba el menudo era excelente: riñones salteados, sesos, merluza o pajeles, si los había, chuletas de ternera, filete a la inglesa... Esto corría de cuenta de la viuda, y Fortunata se comprometió a hacer una paella.

Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa; el ídolo del lujo, que erguía cerca del balcón su cabeza hueca, sobre la cual, con infernal fulgor, centelleaban los brillantes, heridos por la azulada luz del alba. La paella del «roder»

Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas gentes, que hablaban de él como de la Santísima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde; un festín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos, que asomaban curiosos tras las tapias.

En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragòl San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao , aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves.

PAELLA. Se fríe con manteca o aceite, ajo, cebolla, perejil, pimientos, tomates, trozos de aves y caza, jamón, lomo y lo que se quiera. Cuando se ha rehogado se sazona de sal y se echa el arroz y el agua.

Pero hemos inventado cosas de más provecho y sustancia colocando las manos extendidas sobre el abdomen : el pote gallego, la fabada, el bacalao a la vizcaína, la paella valenciana, la sobreasada mallorquina, el chorizo y la Compañía de Jesús. Y ¿dónde me deja usted el descubrimiento del Nuevo Mundo?

Había que ver cómo le obsequiaban y atendían durante la paella los notables del distrito. «Bolsón, este pedazo de pollo; Bolsón, un trago de vino.» Y hasta los curas, riendo con un ¡jo jo! bondadosote, le daban palmaditas en la espalda, diciendo paternalmente: «¡Ay Bolsonet, qué mal eresPor él se celebraba aquella fiesta.