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¡Cómo debían odiarle aquellas gentes!... Estaban lejos, y no obstante adivinaba su nombre sonando en todas las bocas. En el zumbar de sus oídos, en el latir de sus sienes ardorosas por la fiebre, creyó percibir el susurro amenazante de aquel avispero.

Fermín le temía sin odiarle. Veía en él un enfermo, «un degenerado», capaz de los mayores extravagancias por su exaltación religiosa. Para Dupont, el amo lo era por derecho divino, como los antiguos reyes. Dios quería que existiesen pobres y ricos, y los de abajo debían obedecer a los de arriba, porque así lo ordenaba una jerarquía social de origen celeste.

Para guardar á los penados hay buenas tropas, sólidas fortificaciones y rápidos navíos que recorren las costas. ¡Parece usted encantado por ello! contestó con vivacidad la joven. La verdad es que no lo comprendo. Hay momentos en que parece que odia usted á su antiguo amigo. ¡Odiarle! no; pero le vitupero severamente por haber malgastado tan torpemente su vida y alterado la de los demás.

¿De qué te servirá ser cómica, si no sabes ser cómica más que en el teatro? Cuando venga recíbele bien. ¿Recibir yo bien á ese traidor?... La sonrisa en los labios y el odio en el corazón; porque debes odiarle, como odiarías á un ladrón, á un asesino, porque él te ha robado tu paz, él te ha matado el alma. Yo no puedo aborrecerle; ¡yo le amo, yo le amaré siempre! exclamó llorando Dorotea.

Ese no era un vividor insignificante como los demás. Se imponía por la originalidad de su actitud y la ironía de su palabra. No podía pasar inadvertido, y cuando se le había conocido una vez, había que acordarse de él, aunque no fuera más que para odiarle. Solamente me inspiró temor.

Pasaban por las sendas las muchachas que regresaban de la ciudad, los hombres que volvían del campo, las cansadas caballerías arrastrando el pesado carro, y Batiste contestaba al «¡Bòna nitde todos los que transitaban junto á él, gente de Alboraya que no le conocía ó no tenía los motivos que sus convecinos para odiarle.

Ella le tiene miedo, y esto me obliga á odiarle con todo mi corazón, por más que reconozca que es un hombre distinguido. No creo que la maltrate, pues al fin y al cabo «nobleza obliga», pero me da el corazón que no la quiere. ¡Qué sacrilegio! ¿Dónde tendrá los ojos el señor conde de Trevia?

La sola suposición de que su mujer viniese a no amarle, a odiarle o a despreciarle..., agitaba los nervios del infeliz. Se sentía convulso, como si el cielo fuese a caérsele encima, y sólo se serenaba, sólo pasaba aquella tempestad de su alma, cuando acudían las lágrimas a sus ojos y desahogaba con ellas el sentimiento del corazón.

Vi en usted la alegría de mi juventud que empieza á irse y la melancolía de ciertos recuerdos... Y sin embargo, acabaré por odiarle: ¿me oye usted, argonauta pesado?... Le aborreceré porque no sirve para amigo; porque sólo sabe usted hablar de la misma cosa; porque es un personaje de novela, un latino, muy interesante tal vez para otras mujeres, pero insufrible para .

¡Cosas de la fortuna! contestó el otro. Jaime amaba al comendador porque había representado en el seno de la noble familia el desorden, la libertad, el desprecio de las preocupaciones... ¡Lo que a él le importaban las diferencias de raza y religión cuando sentía el deseo de una mujer!... Había vivido en la madurez de su existencia retirado en Túnez, con sus buenos amigos los ricos corsarios, que en fuerza de odiarle y perseguirle acabaron por ser sus camaradas.