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Es tanta la ignorancia de la vida y tan cándida su timidez, que daría gana de permitirse con ella una familiaridad de hermano mayor, sin sus ojos, aquellos ojazos de profunda gravedad, superior a sus años, que desconciertan e infunden respeto.

Al notar que el príncipe les mira, se desconciertan, vuelven la espalda avergonzados, se alejan, pero antes sonríen y se llevan una mano al empenachado sombrero.

Al enhornar, decimos, que se entuertan Los panes; y así vemos que parece, Que cuando en el principio no conciertan Las cosas con prudencia, que acontece, Que al fin de todo punto desconciertan; Y el caso mal guiado en mal fenece: Lo cual se muestra claro en este canto, Que bien podria mejor llamarle llanto.

Hay muchos actores que, como aquella Agustina de que habla Edmundo Got, se empavorecen y desconciertan ante la hostilidad del público; pero, en cambio, otros, los más esclarecidos, gustan de luchar con él brazo á brazo y de fascinarle con su gesto hasta vencerle y obligarle á juntar las manos para aplaudir.

La continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre , observando en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada... No obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus presupuestos, se hacía de él lo que se quería... Considerando esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada clase... De donde resultaba que ambos, el Sr. de Pez y la señora de Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio, pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan méritos para la gloria eterna.