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Cuánta razón teníamos en esperarlo a usted con impaciencia suspiró la señora d'Ornay; no hay como usted para pronunciar palabras lisonjeras.

¿No ha hecho usted prevenir a Max Platel que hoy nos reuníamos aquí, por la tarde, María Teresa? preguntó con aire ansioso la linda Mabel d'Ornay.

Al decir esto, señalaba con los ojos los grupos dispersos de los jóvenes que marchaban delante de ellos: Platel y Mabel d'Ornay, Diana y James Milk, las de Blandieres con Martholl y Bertrán, y otras parejas más, todos alegres de sentir la influencia de los fluidos de atracción. Juan, repuso muy excitado: Explíqueme usted de una vez lo que es en su justo límite, ese odioso flirt... ¿El flirt?

¿Mi partida? ¡Dios mío! eso podría usted decirlo a Platel, a d'Ornay; no hay ahí motivo para ruborizarse; pero yo estoy triste, profundamente triste al separarme de usted. Ninguna partida es alegre; a me habría gustado que usted se quedase todavía... ¿Cierto? ¿Por qué no retenerme entonces? Usted se hace un poco exigente respecto a demostraciones amistosas.

La mayor hablaba mucho y reía sin cesar; la segunda, más dócil, imitaba a su hermana en todo. Como eran lindas y se mostraban siempre amables, los jóvenes declaraban que las adoraban; a pesar de esto, hasta entonces ninguno se había presentado como pretendiente. Cerca de las mesas, la señora d'Ornay, coloreada por el reflejo de su sombrilla, daba audiencia a Max Platel.

Yo no amaría nunca, ni aun me fijaría en una mujer que no tuviera esa elegancia de movimientos cuyo ritmo es, a mi juicio, la revelación del carácter. Las personas vulgares conservan siempre una actitud vulgar; se conoce la distinción de una mujer en su manera de andar. Observe usted a la señorita Diana, a las jovencitas de Blandieres, y lo mismo a la linda Mabel d'Ornay ¡qué diferencia!

Platel, lleno de inspiración, no cesó de hablar, y las niñas de Blandieres, algo sobrexcitadas por el champaña, elevaron más de lo razonable sus juveniles voces agudas, y se propusieron exasperar a sus vecinos el señor d'Ornay y el flemático James Milk. Huberto Martholl se había colocado al lado de María Teresa; pero Juan, esta vez, se prometió no mirar más hacia ellos.

¡La Revolución! exclamó Mabel d'Ornay, simulando un temblor de espanto para acercarse al joven novelista. ¡Brrr! espero que ya no habrá jamás otra. ¿Acaso el pueblo necesita reivindicaciones? ¿No tiene todo lo que le hace falta?

Además dijo la señora d'Ornay, joven casada hacía pocos meses, me imagino que usted no ha leído todo lo de Platel: escribe poco para las señoritas. Diana no habla sino por lo que se dice respondió María Teresa; sus críticas se refieren a los juicios de los inteligentes y en tales asuntos las opiniones son diversas.

¡Cómo, todavía de flirt! exclamó Alicia, acercándose; ¡es demasiado! Diga, Martholl, espero que esto no le habrá hecho olvidar su promesa de acompañarme en bicicleta hasta la granja Dutot, donde encontraremos a los d'Ornay y sus amigos. ¿Vendrán ustedes, con nosotros? añadió sin entusiasmo, dirigiéndose a las dos primas.