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Me parece que abriga la idea de vengarse en la pobre Mabel. Mejor es que no trate de ofenderla exclamó ferozmente. Tengo que cumplir la promesa que le hice al pobre Burton, y la cumpliré. ¡, juro por Dios que lo haré! al pie de la letra. Buen cuidado tendré de que no caiga en las manos de ese aventurero. Ella le teme anticipadamente. ¿Por qué será? Por desgracia, no quiere decírmelo.

Era esta última idiosincrasia lo que siempre molestaba a Mabel, la cual profesaba esa creencia, tan femenina, de que uno debe ser bondadoso con los inferiores y sólo frío y duro con los enemigos.

La suerte, sin embargo, les fue adversa, y en vez de triunfar, su propia avaricia e ingenio les dio por resultado verse derrotados, y, al mismo tiempo, me colocó a en la posición que ellos habían tenido la intención de ocupar. Mabel y yo estamos ya casados, y no hay, ciertamente, en todo Londres, una pareja tan verdaderamente feliz como nosotros.

Apenas si, de tiempo en tiempo, les prestaba alguna atención. Una voz sonó de pronto en una risa argentina: ¿Cómo? ¿Platel está aquí y todavía no se le ha oído? ¡es inverosímil! Mabel reclama su trovador exclamó Diana. ¡Aquí está! gritó alegremente Platel, avanzando hacia el círculo formado por las jóvenes.

Sola y desamparada en semejante caso, el fin tenía que ser inevitablemente desastroso. Me despedí de Mabel, alejándome con el sentimiento de que, amándola como confieso que la amaba, sin embargo era indigno de ella. Ciertamente, ¡estaba jugando una partida peligrosa!

¿Pero no estaba también esa clave, sea lo que fuere, en manos de mi padre? preguntó Mabel Blair. ¿No fue el descubrimiento de esa misma clave lo que nos dio todo esto que poseemos? repitió, con esa encantadora dulzura femenina que era su más atrayente característica. Exactamente. ¡Pero su papá, que era tan prudente y sagaz, no debía llevar consigo ambas cosas: el problema y la clave!

Porque el señor Blair, antes de hacer su testamento, se confió en y me preguntó con franqueza si alguna vez su hija me había hablado de usted de alguna manera significativa que me hubiese hecho sospechar algo. Le confesé la verdad de lo que al respecto sabía, exactamente como acabo de referírselo a usted. Mabel lo ama... Lo ama tiernamente.

Indudablemente, Babbo Carlini me debía estar esperando afuera, sentado en las gradas de la iglesia. ¿Reconocería en este monje, reflexionaba yo, la descripción que había conseguido de Paolo Melandrini, el desconocido que debía ocupar el puesto de secretario y consejero de Mabel Blair?

Como el muerto había manifestado el deseo de que, por entonces, Mabel ignorase la realidad, no le avisamos el trágico y doloroso suceso. La curiosidad nos hizo volver pronto al hotel y subir a la habitación del muerto, para examinar el contenido de su maleta y pequeña valija, pero, fuera de sus ropas, un libro de cheques y unas diez libras esterlinas en oro, no encontramos nada.

Era evidente que él opinaba que existía una razón secreta para introducir en la casa de Mabel a este desconocido, razón sólo conocida por Burton Blair y este individuo. Me pareció extraño que Mabel no me lo hubiera dicho, pero quizá habría vacilado al manifestarle yo la promesa que le habría hecho a su padre, y en vista de eso, no se habría animado a herir mis sentimientos.