United States or Burundi ? Vote for the TOP Country of the Week !


Veía todo eso, y, un poco por clemencia y otro poco por lealtad, sentía impulsos de gritar a Yolanda: «¡Ten piedad de ti misma! ¡todavía estás a tiempo! ¡No te cases conmigo!...» Nota breve: en aquella época, el matrimonio civil no existía aún.

Tuvo que sentarse otra vez en el sillón, y la baronesa le hizo beber agua azucarada. Tomé silenciosamente mi sombrero. Entonces mi mirada cayó sobre Yolanda. Blanca como la tiza, con las manos juntas, estaba allí, de pie, abochornada y desesperada; parecía pedirme perdón, y, al mismo tiempo, implorar mi apoyo.

Me apodero de ella, la tomo, la aprieto. ¡Pobre criatura! ¡pobre criatura! Y de repente, me siento presa... de un «santo ardor» diría, si quisiera ser patético... En fin, en medio de mi aflicción, encuentro palabras hermosas, cálidas, para tranquilizarla. Mira, Yolanda le digo; eres ahora mi mujer. Lo que está hecho, está hecho, y misma lo has querido así.

Desde el momento de mi primera aparición en Krakowitz, Yolanda había formado el proyecto de tomarme por confidente de su amor: esperaba tener así noticias de Lotario, por mi intermedio. Pero ¡ay! yo había interpretado mal sus tiernas miradas, y había tomado para el papel de enamorado...

Míralo bien, Yolanda digo; porque, como esta noche, muchas otras veces hemos de estar juntos y hemos de alegrarnos de ello. Ella se inclina lentamente y cierra los ojos del todo... ¡Pobre criatura! ¡pobre criatura!... Y la angustia me corta casi la respiración. Entonces les grito: ¡Un poco de alegría, hijos míos! Lotario, cuéntanos, pues, algunas de tus calaveradas.

Yolanda se alza lentamente, con las mejillas húmedas, los ojos enrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos. Dale la mano a tu marido. No hay más remedio. Perfectamente amable ese «no hay más remedio». Y Yolanda me tiende la mano, que yo llevo respetuosamente a los labios. ¿Ha visto a mi marido, Jorge?... pregunta mi suegra. Respondo que .

Me apresuré a alejarme, porque me conocía; si hubiera contestado, habría sucedido allí una desgracia. Tomando por caminos extraviados, evité el salón de baile. No me sentía con valor para afrontar las miradas de las madres. En el corredor humeaba una lámpara de cocina; y salía de allí un ruido de vajilla y risotadas de criadas... ¡Puf! Llamé a la puerta del aposento de Yolanda; nadie respondió.

Repetí el llamamiento; el mismo silencio. Entonces entro. ¡Ah, señores! no me sentí orgulloso. Habría querido escabullirme, saltar dentro del coche y gritar «¡A la estaciónTomar el primer tren y huir a América, a cualquier parte, allá donde se refugian los cajeros infieles y los hijos pródigos. Pero era imposible. ¡Yolanda! dije en tono humilde y contrito. Las dos lanzan un grito.

Yolanda, hija mía exclamo; ¿por qué me mira así? ¿qué le he hecho? Ella se estremece, se pasa, como si hubiera estado soñando, la mano por la frente y por las mejillas, y se esfuerza por reír, con la misma risa breve, entrecortada, de un momento antes, y en seguida estalla en sollozos y llora, llora a lágrima viva.

¡En nombre del cielo, Baumann, lo disculpo! le digo. Y llevo derechamente a la casa a mi joven esposa. Allí nos esperaban los criados, con el ama de llaves a la cabeza. Hacen sus reverencias y se ríen solapadamente; pero Yolanda avanza, con los ojos fijos, por en medio de ellos. Entonces me asalta el miedo al pensar en lo que va a pasar.