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¿Quiere llamarlo, para que Yolanda se despida de él? Vuelvo a la sala del juego. Oye, suegro. Doce... diez y seis... veintisiete... treinta y uno... Suegro... ¡Treinta y tres!... ¿Qué quieres? Queríamos despedirnos... Buen viaje. Que sean felices. ¡Treinta y seis! ¿No quieres que Yolanda?...

En esos momentos estaba metiéndose a manos llenas en los bolsillos el dinero que acababa de ganar. ¡Ah! ¡eres , borrachón! ¿Dónde está Yolanda? ¿Qué yo? Búscala. Y se pone a jugar otra vez. Los demás hombres estaban incómodos, pero trataban de no hacerlo ver: Siéntese, pues, joven esposo me dicen.

Yolanda volvió entonces, con los ojos bajos, con la expresión de una inocente injustamente acusada. La pobrecita criatura me dio lástima; para cambiar violentamente de conversación, abordé el capítulo de los intereses. Las señoras despejaron la mesa en silencio, el viejo emborró su pipa, negra como un carbón, y pareció dispuesto a escucharme pacientemente.

Come, pues, alguna cosa repetí a Yolanda, haciendo un corazón con los labios para que los convidados creyeran que le susurraba un cumplimiento. Decididamente, la cosa no marchaba; sin embargo, yo me había bebido ya dos botellas de ese vino blanco, y empezaba a sentirme hinchado como un odre.

Eso era tan conmovedor, tan lleno de abandono, que me sentí completamente desarmado. Volví a sentarme, pues, por un momento... hablé de cosas indiferentes... y me despedí, en cuanto pude hacerlo sin demostrar enojo. Acompáñalo dijo el viejo a Yolanda, y amable con él; es el hombre más rico de estas tierras.

Me estremezco de alegría al pensar que voy a mostrar a Yolanda su nueva morada bajo una gloria semejante. Y esta alegría se la debo a Lotario, a mi querido muchacho... Tal vez le debo más todavía, por que la primera impresión decide a veces de toda una existencia... ella se ha inclinado hacia la ventanilla, y, al resplandor de los fuegos, veo sus ojos animados por una curiosidad ávida, ansiosa.

Esta vez todos soltamos la carcajada; pero, mientras atravesaba a mi lado el vestíbulo obscuro, Yolanda me dijo en voz baja, y en tono triste e inquieto: Usted no vendrá más, estoy segura. Así es, señorita respondí francamente.

Mientras abría el sobre con unas tijeras, deseaba casi encontrarme con una repulsa brutal y definitiva. Y leí. «Amigo mío: Mi resolución se ha afianzado, como usted deseaba. Espero qué vendrá hoy a ver a mi padre. Yolanda». ¡Ah, qué felicidad!... No es fácil concebir la dicha de un momento semejante. Pero, después... ¡qué vergüenza, qué vergüenza!