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Actualizado: 26 de julio de 2025


Y apartó su mirada del rostro de Pedro, enjugándose una furtiva lágrima. ¡Déme su mano, señora! díjole el marqués. La vizcondesa accedió a su ruego, y él entonces, sin añadir una palabra, besó delicadamente la mano de aquélla.

Comenzaron por besarse según costumbre, después de lo cual, anticipándose Beatriz a la vizcondesa, le habló en estas palabras: ¡Es singular! Cuando anoche recibí tu billete iba yo a escribirte rogándote que vinieras hoy a verme... tengo que pedirte un favor... ¿Un favor? repitió la señora de Aymaret sentándose a su lado.

¡Vaya! pensé, la quiere siempre, pero ha tomado su partido, y se ha resignado valerosamente. Habrá tenido fuerzas para combatir y vencer. La Vizcondesa me ofreció leerme su última novela. Acepté, y entré con ella en su gabinete de trabajo, pensando que en aquel momento su amor propio de autor la hacía olvidar su vigilancia de madre, e iba a dejar a Enrique algunos momentos de libertad.

La mañana del siguiente día, víspera de nuestra partida, la Vizcondesa encontrábase escribiendo junto a Cecilia, que tocaba el piano: y era aquella música tan alegre y juguetona, que acabó de disipar mis últimas dudas. No es posible pensaba yo entretanto, estar bajo el peso de una pasión cuando se ejecutan semejantes variaciones, y, sobre todo, cuando se ejecutan con tanta perfección.

Miss Nicholson respondió con un gesto expresivo acompañado de cierta expresión que a nuestra lengua podríamos traducir por ¡caramba!, arrojándose en seguida al cuello de la vizcondesa, a quien cubrió de besos, para salir después con su aire marcial, la frente radiante, cual si ya reposaran en ella los elegantes florones de la corona de marquesa.

No corre peligro; han transcurrido ocho días y va bien la cura. Pero el módico le ha recetado las aguas de Barèges, y llegará aquí mañana. ¡Mañana! dijo la Vizcondesa alegremente. ¡Mañana! dijo con frialdad Cecilia, cuyo semblante había vuelto a recobrar su acostumbrada calma. En cuanto a , aguardé el día siguiente con impaciencia.

Cuando la señora de Aymaret los encontraba allí, observaba que él guardaba siempre, ante Beatriz la misma reservada actitud, pero veía que palidecían cuando se daban la mano, advirtiendo que comenzaba a surgir en sus pechos el huracán de la pasión; la vizcondesa se decía que si tal estado de cosas se prolongaba era suficiente la más leve combinación de la suerte, el incidente de por más trivial para desencadenar las olas de amor tanto tiempo acumuladas, agitadas y comprimidas en aquellos dos corazones.

Era la señora Vizcondesa, engolfada en hacer una descripción del lago Pavin, que yo debí imitar, porque indudablemente valía más que la mía.

De todas las amigas de infancia de Beatriz, una sola, mayor que ésta en dos o tres años, le había quedado obstinada y tiernamente fiel. Esa amiga era la vizcondesa de Aymaret, prima de la señorita de La Treillade, cuya linda calumniadora había perfidamente asociado el nombre de aquélla con el del marqués de Pierrepont, en su crónica escandalosa.

Así lo ha ordenado mi yerno, que, desde hace una semana, nos anuncia su llegada diariamente. Así, pues, ¿hace una semana que vive aquí el señor de Castelnau? pregunté a la Vizcondesa, la cual, adivinando la idea que me preocupaba, se apresuró a contestarme: Tranquilícese usted. Ya conoce usted a mi hija.

Palabra del Dia

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