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Actualizado: 10 de julio de 2025


Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humor de mil diablos. «¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas de impaciencia.

Don Fermín se había propuesto no ir al Vivero aquella tarde; comprendía que eran allí todos íntimos de la casa menos él; ya había aceptado el convite porque... no había podido menos, por una debilidad, y no quería más debilidades. ¿Qué iba a hacer él en aquella excursión?

La excesiva confianza, el trato sobrado familiar dañaría a su prestigio; no iría al Vivero. Y buenas ganas se le pasaban, eso ; porque aquel señor Mesía se había vuelto a pegar a las faldas de la Regenta, y ya empezaba don Fermín a sospechar si tendría propósitos non sanctos el célebre don Juan de Vetusta.

Para ello se señalará un terreno con el nombre de vivero, en donde siembren y cultiven de todas legumbres y flores, y principalmente de árboles frutales de conocida utilidad. Estos ensayos, que al mismo tiempo que hacen la diversion de los niños desde sus primeros años, los dejan instruidos y aficionados, para ejecutarlo con aprovechamiento en su mayor edad.

Pero si va usted a coger una pulmonía.... Múdese usted.... Ahí habrá ropa.... No hubo modo de convencerle. Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa.... Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.

Después, reclinado en el fondo del cupé, iba a las «ventanas verdes» donde alimentaba, en un jardín, digno de un serrallo, entre refinamientos musulmanes, un vivero de hembras, y envuelto en una túnica de seda fresca y perfumada, me entregaba a los delirios más abominables... Me traían medio muerto a casa, al primer albor de la mañana, hacía maquinalmente la señal de la cruz, y, a poco, roncaba sonoramente, lívido y sudoroso, como un Tiberio exhausto.

Su última mirada fue para la lontananza del camino del Vivero por donde había visto desaparecer entre nubes de polvo los coches. «¡Estamos buenosiba pensando por las calles. Era enemigo de dar nombres a las cosas, sobre todo a las difíciles de bautizar. ¿Qué era aquello que a él le pasaba? No tenía nombre.

La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos los señores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos.

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo. Chica, eres una erudita. Otra nubecilla pasó por la frente de Ana. El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía. Pues es verdad que se oye dijo Quintanar. Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió: ¿Vamos a cenar? ¡A cenar! gritó Ana.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena. Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.

Palabra del Dia

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