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Actualizado: 7 de junio de 2025


Cubrían el centro de la nave los atezados marinos de Southampton, gente aguerrida toda, armada con hachas de abordaje, mazas y picas. Su jefe el capitán Golvín hablaba con el barón á popa, escudriñando ambos el horizonte y vigilando el velamen y los dos timoneles. Dad orden, dijo el barón, de que ningún soldado ni marino se deje ver hasta que el clarín les mande tender los arcos.

Formaban la comitiva, entre otros, el novio, el propio capitán Núñez, con aquellos de sus compañeros menos propicios al sexo femenino, Granate, D. Enrique Valero, Saleta, Manín y otros pocos. Al conde no se le pudo arrastrar porque no se le halló. Se dijo que estaba dando órdenes a los criados y vigilando algunas obras allá lejos, pero no se le halló tampoco en ellas.

Al volver á los salones iba tan ofuscado, que casi derribó á un señor de reducida estatura, y éste, á pesar del golpe recibido, hizo una reverencia murmurando excusas. Le vió después yendo de un lado á otro, tímido y humilde, vigilando á los servidores con unos ojos que parecían pedirles perdón, y cuidándose de volver á su sitio los muebles puestos en desorden por los invitados.

Total; nos quedamos en Madrid el administrador, la señorita Julia y yo, pasando todo el verano vigilando a los operarios. La señorita Julia comprendió que debía dar este gusto a doña Carmen... y de ahí nació todo. ¿Y qué tiene eso que ver?... ¿No lo adivina V.? Doña Carmen y la señorita Clotilde se fueron con una doncella, nosotras nos quedamos y... aquí entra lo feo.

Ahora, todavía, a pesar de haber pasado los malos tiempos y de la fortuna con tantos esfuerzos adquirida, ambos, el hombre y la mujer, eran quienes se levantaban primero en la granja. A aquella hora matutina, oía sus idas y venidas por las grandes cocinas de la planta baja, vigilando el café de los trabajadores.

Estaba á esta hora vigilando el hervor del caldero, para que sus acompañantes no metiesen en la sopa las lanzas con que extraían los peces, y vió cómo un hombre de los que iban vestidos con túnica y velos se aproximaba lentamente á él. Sus ropas eran pobres, remendadas y algo sucias.

Al día siguiente a la hora en que Cirilo salía de casa para la Bolsa se fue a la plaza de Oriente y dio orden al cochero de que se detuviese en las proximidades. Desde el coche estuvo vigilando hasta que vio asomar al paralítico apoyado en su bastón. El portero salió a llamar un coche de punto y le ayudó a subir a él.

En la cumbre de este revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por vez primera. A pie y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste, marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecía hija de aquélla.

Y vio blancos esqueletos velando como tétricos ángeles a las puertas de las ciudades que eran su obra, vigilando el rebaño apriscado en su interior, repeliendo como reses malditas a los locos irrespetuosos que se negaban a reconocer su autoridad.

El joven siguió algunos días en la casa, asistiendo a los registros a que se entregaba la familia, vigilando la rebusca, el manejo de llaves, el tirar de cajones no abiertos en muchos años, que llenaban el suelo de ropas antiguas y olvidados objetos. Removían la casa, esparciendo su contenido con la misma confusión e igual azoramiento que si hubiese entrado en ella una banda de ladrones.

Palabra del Dia

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