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La decadencia de los buques parecía reflejarse en el porte de sus capitanes, más rudos que antes, peor vestidos, con un abandono militar de combatiente de trinchera, las manos callosas y mal cuidadas, iguales á las de un cargador. Entre los marinos de guerra también los había que mostraban un completo abandono de su persona.

Al primer choque murieron dos ó tres de los mas osados, y recobradas animosamente las tropas de Orellana, estimuladas por el ejemplo de valor que les dieron el capitan de caballeria, el cacique D. Andres Calisaya, el teniente de fusileros, D. Martin Cea, y su hijo D. Felipe, cargaron sobre los demas y lograron rechazarlos hasta fuera de la poblacion, matando á muchos en el alcance, en tanto que Orellana se dirigió á socorrer la trinchera de Santa Rosa, que defendia con valeroso teson el alferez de fusileros, D. Juan Cáceres.

Este, juntando sus carros en círculo, formó una fuerte trinchera, y á la frente estendió sus escuadrones, y porque estaba defendido con artilleria y armas de fuego, la vanguardia se empeñó en el combate, mantenièndose así hasta la noche. Mataron algunos españoles, mas no se sabe el número: porque unos dicen que fueron muchos, otros doce, y otros menos.

La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera.

Cuando uno cae herido, lo llevan al hospital y allí se está tres ó cuatro meses como un canónigo, tomando buenos caldos y platicando con algún compañero, mientras los demás andan con la lengua fuera de aquí para allá, unas veces comiendo mal y otras veces sin comer, al sol cuando lo hace y al agua cuando cae... También tienen sus raticos buenos, no vaya usted á creerse; cuando uno va á atacar una trinchera, pongo por caso, y suena la corneta en medio del silencio, y se descargan los primeros tiros, y se huele el humo de la pólvora, y sin verlo, porque el humo lo tapa, se escucha la voz ronca del oficial que grita: «Adelante, muchachos»; y se sube, se sube hasta encaramarse sobre la trinchera, salpicados de sangre, entre los quejidos de los que caen, los gritos de los que suben y el choque de las bayonetas, aunque parezca mentira, siente uno unas cosquillas que corren por todo el cuerpo y le hacen gozar... Hay momentos que no se cambiarían por muchos años de buena vida, señorita...

Y sin el cañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eran menos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de la trinchera.

Las de los dos hermanos Nodales, la del capitan Olivares, con los Padres Cardiel, Quiroga y Strobl; la del capital de fragata D. Francisco Pando; la de D. Domingo Perlier, y ultimamente las que han salido de Montevideo y Buenos Aires, para las comisiones que se nos han confiado á los dos hermanos; que á pesar de todos los émulos que las quieren contradecir, siempre serán útiles estos establecimientos, por el fomento del comercio que proporcionan en la pesca de la ballena, en la conduccion de sal á Buenas Aires, y salida de las carnes de los ganados que crian sus inmensas campañas; por facilitar puerto para hacer mas suave la navegacion y comercio á la mar del sur, por cerrar y defender la puerta á nuestros enemigos, asegurando lo interior del reyno; por los progresos de la extension de sus poblaciones, porque ellas serán la mejor trinchera que contendrá á los indios salvajes, que á manera de un torrente impetuoso cada dia inundan estos campos, llevándose tras innumerable ganado caballar y vacuno, asolando las tristes habitaciones de los vecinos fronterizos á esta capital, haciendo que los caminos no sean seguros, y víctima de su furor á muchos desgraciados, que perecen inhumanamente cada dia á sus manos, de un modo horrible y espantoso.

Los dos amigos reconocieron que las fortificaciones subterráneas tenían cierta semejanza con las entrañas de un navío. Pasaron de trinchera en trinchera. Eran las de última línea, las más antiguas: galerías obscuras en las que sólo entraban hilillos de luz á través de las aspilleras y las ventanas amplias y bajas de las ametralladoras.

Al entrar en la trinchera llegaron a sus oídos rumores vagos; el resonar de armas, el ruido de una multitud de pasos regulares; miró entonces por encima de la rampa y vio a los alemanes que llegaban provistos de largas escalas terminadas en garfios de hierro.

Había que apoderarse de las ruinas de una refinería de azúcar enfrente de la trinchera. Los alemanes habían sido expulsados por el cañoneo francés. Era necesario un reconocimiento, guiado por un hombre seguro. Y los jefes habían designado, como siempre, al sargento Desnoyers. Al romper el día, el pelotón había avanzado cautelosamente, sin encontrar obstáculo.