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¿Y la familia de usted? preguntó la Torrebianca con una expresión austera, desmentida al mismo tiempo por sus miradas. El hombre respondió con el cinismo optimista de un rico, convencido del poder del dinero, que espera arreglar mediante su intervención todos los conflictos. Mi familia quedará en Buenos Aires, mejor instalada que nunca.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ¿No sería este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inverosímil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?... Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto á dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores.

Watson, por su parte, consideraba á esta mujer más hermosa y apetecible después que dos hombres habían intentado matarse á causa de ella. Una sensación de orgullo varonil, de vanidad sexual, se mezclaba con las emociones que iban despertando en su interior las palabras de la Torrebianca y el contacto de su cuerpo.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el Metro. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de marchar junto á un millonario sudamericano.

Otras cosas le preocupaban en aquel momento, más importantes para él. Mientras tanto, su amigo Robledo vagaba cabizbajo por la calle central de la Presa. Venía de su casa y no estaba en ella Torrebianca. La criada le había esperado en vano con el desayuno pronto. ¿Dónde encontrar á este hombre?... En mitad de la calle oyó voces amigas y levantó su rostro.

Cada vez más desalentado y humilde, apoyó Torrebianca su frente en las manos. Robledo quiso decir algunas palabras para infundirle energía, pero él le interrumpió. Luego hablarás. Es preciso que oigas primeramente cosas que no sabes ó que yo te conté y has olvidado. Pero antes necesito hacerte una pregunta. ¿ crees que mi mujer me engaña?...

En los doce años últimos, pasados junto al río Negro, la imagen de los Torrebianca se había mantenido fresca en su memoria. Una vida de monótono trabajo, poco abundante en novedades, conserva vivas las impresiones, pues éstas no reciben la superposición de otras que las borren. Muchas veces, en sus largas horas de reflexiva soledad, se preguntaba cuál habría sido el final de Elena.

Volvió á mirar á Torrebianca, y terminó diciendo: Por desgracia, los que llevan con ellos á una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda á realizar sus grandes empresas á los hombres solitarios. Después de este almuerzo, durante el cual sólo se habló del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentó la casa, como si perteneciese á la familia de sus dueños.

Los invitados de más distinción formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteniéndose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo vió en este grupo á los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta.

Las mujeres admiraban la pequeñez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrás y tan unida como un bloque de laca. Esta «águila» bailarina, que se hacía mantener por sus parejas, según murmuraban los envidiosos de su gloria, se vió aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron á danzar.