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Actualizado: 24 de junio de 2025


Lobato, si viajaba de noche, cruzaba a escape ciertos parajes frondosos y oscuros, en que estaba seguro de encontrar asechanzas de aquellos aldeanos, que a la luz del sol temblaban en su presencia.

Como otros muchos piadosos puritanos tenía por costumbre ayunar; aunque no como ellos para purificar el cuerpo y hacerlo más digno de la inspiración celestial, sino de una manera rigorosa, hasta que le temblaban las rodillas, y como un acto de penitencia.

Volvió a encorvarse sobre los remos bogando por el centro del río, sobre las aguas que temblaban reflejando la luna, como si quisiera que la arboleda de ambas orillas gozase por igual en la contemplación de la amorosa escapatoria.

»Una mañana, en efecto, me hizo llamar a su habitación; me puse a sus órdenes, sin saber de lo que se trataba; mi corazón latía con violencia, mis piernas temblaban y tuve necesidad de detenerme algunos instantes antes de entrar en su gabinete, para disimular mi emoción. Mi tío estaba sentado cerca de una mesa y leía; al verme, dejó sus anteojos y su libro.

A los postres llegó una nueva carta, y el general exclamó, dando en la mesa un puñetazo que lo echó a rodar todo: ¡Sólo esto faltaba!... Enrique está herido. Cecilia palideció, y observé que temblaban sus labios. , herido; le han dado una estocada... prosiguió el general. ¡Torpe! Tranquilícese usted dijo a su suegra, que saboreaba impasible una taza de café.

Temblaban de miedo al entrar en ciertas gargantas en cuya oscuridad brillaba el fogonazo y silbaba la bala, al no obedecer ellos al ¡boca abajo! de los guardias emboscados. Algunos compañeros habían muerto en estos malos pasos. Además, los enemigos se vengaban de las largas esperas al acecho y de la inquietud que les inspiraban los caballistas, dando tremendas palizas a los de a pie.

Todos los días iba hacia la casa azul trémulo de esperanza, agitado por la ilusión. «Tal vez sea hoy», se decía. Y le temblaban las piernas, y la saliva parecía solidificarse en su garganta, ahogándole.

¡Una carta para ella!... La tomó febril de la mano del camarero, ante la mirada vaga y sin expresión de la doncella, sentada sobre las maletas. Le temblaban las manos. El recuerdo de Hans Keller, el artista ingrato surgió repentinamente en su memoria. Buscó una bujía en su alcoba y acabó por volver al balcón, examinando la carta a la luz del crepúsculo.

Aparte de Juan, no toleraba en su cuarto más que a su mujer y a su hija, y no quería ser cuidado y servido sino por ellas. Como enfermero, Jaime no servía; su padre no podía tolerar la torpeza de sus movimientos. El joven era naturalmente brusco, y a pesar de su buen deseo, se adaptaba poco a las circunstancias: los muebles, las porcelanas, los vasos temblaban a su aproximación.

Ramiro se detuvo fijando la mirada en la extraña figura pintada en el infolio, dentro de dos triángulos de oro entrelazados. Nadie venía. De pronto la página del libro, produciendo el rumor peculiar de la vitela, se levantó lentamente, lentamente, y se dobló del todo ¡por sola! Ramiro se estremeció de la cabeza a los pies herido por el terror del misterio. Sus manos temblaban.

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