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Actualizado: 25 de junio de 2025
Los Príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el Rey Venturoso rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse; y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del Príncipe tártaro, de quien sus pullas y declarado aborrecimiento vengaban con usura al famoso ministro de su padre.
Y bastaba que diese un paso atrás, para que el populacho saludase esta precaución con insultos soeces. La noticia de lo ocurrido en Sevilla en la corrida de Pascua parecía haber circulado por toda España. Los enemigos se vengaban de largos años de envidia.
Temblaban de miedo al entrar en ciertas gargantas en cuya oscuridad brillaba el fogonazo y silbaba la bala, al no obedecer ellos al ¡boca abajo! de los guardias emboscados. Algunos compañeros habían muerto en estos malos pasos. Además, los enemigos se vengaban de las largas esperas al acecho y de la inquietud que les inspiraban los caballistas, dando tremendas palizas a los de a pie.
El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Menjíbar, derrotados y con su General muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y qué gritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis?
En una de esas guerras imperiales que tenían por objeto dar a España un soberano a hechura de nuestro señor, los franceses, hostigados por los guerrilleros, se vengaban, según el uso inmemorial de los héroes, recorriendo el país a la claridad del incendio. De pronto llegan a una población que seguirá la suerte de las otras, cuando a alguien se le ocurre preguntar su nombre: es Toboso.
Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter violento y variable, se vengaban de su humillación ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de disimulo. Emma llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Aquella debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca.
Creció su orgullo y aquella languidez señorial, imponente, que hacía morir de envidia y de rabia a las señoras y señoritas de la villa, quienes se vengaban de su desprecio llamándola, en sus horas de murmuración, «la princesa del Bacalao». La muerte de su madre, a quien todo el mundo había conocido en Sarrió artesana, «con pañuelo atado atrás», como allí se decía, contribuyó tanto como la gran cruz de su padre a elevar el nivel social de la familia, a aristocratizarla, por decirlo así.
Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaban de los miedos que habían pasado declarando contra él; la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se hacía esperar, sin duda venía en carreta. No le faltaba valor.
Palabra del Dia
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