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Rafael la seguía con la vista, acogiendo con forzosa sonrisa los cumplimientos de los notables que le felicitaban por su buena suerte. El alcalde un hombre que, según decían los enemigos temblaba en presencia de su esposa afirmaba con los ojos chispeantes, que por una mujer así era él capaz de hacer toda clase de locuras.

María de Freneuse apareció entonces y sosteniendo á su madre, que temblaba de emoción, le ayudó á subir los escalones que conducían al puente. Bien venidas, señoras, dijo Cristián descubriéndose. Se espera aquí con febril impaciencia su llegada...

Y esta última exclamación del inquisidor general, más que una humilde invocación á Dios, era la impaciente queja de un alma exasperada por el sufrimiento, saturada de dolor, violentada, enferma, desesperada. Los ojos del padre Aliaga resplandecían con un fuego febril. Su cuerpo temblaba de una manera poderosa.

La ciudad, ensanchándose, amenazaba tragarse al huerto con su desbordamiento de casas, y el tío Tòfol, a pesar de hablar mal de sus terruños, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al dueño y los vendiese como solares. Allí estaba su sangre; sesenta años de trabajo.

El notario corrió hacia la viuda desmayada y se puso a buscar con prisa febril entre los pliegues de su bata para encontrar la prueba escrita. Los esfuerzos resultaron infructuosos. Temblaba de impaciencia y de ansiedad, pensando que se hubiera perdido el precioso papel. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Marta, no es posible! Marta, Marta.

Las sombras eran intensas; los campos y los bosques estaban cubiertos de tiniebla; pero ya una claridad dudosa temblaba en el horizonte; la aurora iba muy luego a aparecer y a llenar el espacio con la luz dorada de una mañana espléndida. En aquel momento, el follaje de las encinas verdes se abría detrás de la casa de Andrés, el guardabosque.

Hullin desapareció tras el ángulo de la casa de labor; allí la obscuridad era completa, y apenas se veía al doctor Lorquin, a caballo delante de un trineo, empuñando un espadón de caballería y un par de pistolas de arzón al cinto, y a Frantz Materne, al frente de una docena de hombres armados de fusiles, que temblaba de ira.

Era profundamente piadoso. Formaba parte de varias cofradías y hermandades. Cuando se prosternaba en las iglesias ante alguna imagen de Nuestra Señora de la Merced, a la cual tenía particular devoción, su labio temblaba sin cesar, y los ojos, echados hacia el cielo, se le quedaban en blanco.

En aquellos momentos, al volver a Vetusta con Ana del brazo, se hacía elocuente, hablaba largo y sin miedo, aunque siempre pausadamente; en su voz había arrullos amorosos para el campo que describía, y temblaba en sus labios el agradecimiento con que oía a otra persona palabras de cariño y de interés por árboles, pájaros y flores.

«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su presencia en el Parque a pesar de la jaqueca. El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga. Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, y se movía sin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.