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Necesito veinte mil: ni uno menos. Si usted no puede... Iba á volverle la espalda, pero el enano le detuvo con humildad, considerando inútiles en la presente ocasión todas las excusas y retardos que hacía sufrir á sus clientes, como un suplicio á fuego lento. Se escurrió entre los grupos, suplicando á «Su Alteza» que esperase un instante.

Pide, pues, como última gracia que se le permita ver á su hijo, y le ruega entonces encarecidamente que le muerte, porque si sucumbe á manos de un hombre esforzado se borrará la vergüenza de su suplicio.

No se podían distinguir los rasgos fisonómicos de aquel pobre Cristo con la cabeza caída sobre el pecho. Tal vez era su hijo. Y si no era Jorge, seguramente que había sufrido también el mismo suplicio. ¡Cómo vivir en esta angustia interminable!... No me han dejado volver á Suiza: me niegan el permiso. Nada , y hay momentos en que mi cabeza parece que va á romperse.

Lo que la inquietaba, lo que hacía de su existencia un atroz suplicio, era la idea de que enfermaran sus niños. No era idea, no era temor: era seguridad de que Paquito y Antoñito caían malos... se morían sin remedio. Trató Benina de quitarle de la cabeza tales ideas; pero la otra no se dio a partido, y despidiéndose presurosa, tomó la vuelta de Madrid.

Lúgubres visiones le robaban el sueño, y los pormenores del suplicio se reproducían en su memoria, suscitados por la tiniebla y el silencio. Era hermoso morir con aquella valentía. Sin embargo, en caso semejante, él hubiera hablado a la muchedumbre. Inventaba entonces en su cabeza discursos extraordinarios.

Si al celebrar el santo sacrificio de la misa o dar la absolución a un penitente cruzaba por su espíritu una de estas ideas negras, sentía la misma impresión que si le atenazasen el cerebro con un hierro candente, le asaltaba una congoja que le dejaba paralizado. Pensaba morirse. Lo deseaba ardientemente por librarse de aquel suplicio.

Al hablar de las torturas del infierno, era imposible no traer á la memoria los admirables versos del Dante en el Canto XXV de su poema, en que describe el suplicio de los ladrones, pintando á las culebras, devorando á aquellos, cambiando de forma y transformándose recíproca y sucesivamente unos y otros, ya en culebras ya en hombres, oprimidos por los anillos de los reptiles.

Aquellos ojos que se burlaban de él trastornaban todas sus ideas. Quiso acabar; callarse pronto: cada minuto le parecía un suplicio; creía oír los mudos chistes que aquella boca estaría haciendo a costa suya. Miró otra vez el reloj; con quince minutos más redondeaba el discurso.

Llegaron las dos, y como ya conocía yo a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas: vestíme, sobre todo, lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; estaba citado para las dos, y entré en la sala a las dos y media.

La última vez cerca del suplicio... allí me miró haciendo un gesto espantoso, y con una voz ahogada y ronca me gritó: «¡VéngameAquella palabra... no la puedo olvidar... aquella palabra se grabó en mi alma, en todos mis sentidos, y yo juré vengarla de una manera horrorosa. MANRIQUE. , ¿y la vengasteis... es verdad? Tendría un placer en saberlo. Mil crímenes, mil muertes no eran bastantes.