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Mas al poner los pies en el saloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor que allí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfía le dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vez que caracteriza a los hombres de cuello corto: ¡Puf! ¡Esto echa bombas!... Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f.

Todo, no obstante, era silencio. Pero a D. Felicísimo se lo antojó que oía fuertes golpes en la puerta de su casa. «¡Quiéngritó tres veces poniendo entre cada grito larga pausa de espera. Mas un silencio lúgubre seguía reinando en la mansión desierta. De improviso sintiose por el techo como un aluvión de pisadas tenues, pero en tal número que formaban imponente estrépito.

La madre, que trenzaba cestos en un rincón, sintióse alarmada en sus instintos de mujer. Su alma simple se dio cuenta del estado de Margalida. El padre, viendo la inquietud de aquellos ojos de animal triste y resignado, intervino oportunamente. «Las nueve y media...» Hubo un movimiento de sorpresa y protesta en el grupo de los atlots.

Se recostó descuidadamente en uno de los brazos del canapé y, por encima de su abanico que agitaba lentamente, se quedó contemplando a Delaberge con la sonrisa en los labios. Este, ya receloso y colocado en actitud defensiva, estudiaba detenidamente el rostro de su vecina. Pronto sintióse tranquilizado por completo.

Sintiose el joven particularmente cautivado por aquella mirada, donde adivinaba cierta misteriosa simpatía; no sólo su amor propio se sintió halagado por las insistentes miradas de la joven, sino que experimentó un sentimiento de atracción, que le arrastraba hacia ella. Contentose, al principio, con decir para : ¡Qué niña tan bonita!

Como santa promesa, allá, en la proscripción, brilló animando su corazón de bronce a la pelea. Lo recordaba: desolado, loco, la vió llorar, se estremeció a sus quejas, y sintióse morir con sus angustias, y sintióse ahogarse con sus penas... Nadie estaba en redor; ¡nadie...! tan sólo unas sombras muy lúgubres, muy densas, unas sombras que todo lo envolvían, porque la podre horrible no se viera.

Contemplándola la buena mujer, sintióse más alarmada y condolida, y corrió a decirle: no estas bien aquí.... te vendrás «con nosotros»; es preciso cuidarte y alegrarte. En esta casa no tienes bienestar ni cariño.... Yo creo que hasta padeces frío y hambre y sed....

¡Soltáme! ¡dejáme! gritó sacudiendo la pierna. Pero fué atraída. ¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó. Mamá, ¡ay! Ma... No pudo gritar más.

Mas como a pesar de sus rabiosos esfuerzos el gusano del apetito le roía cada vez con más crueldad las entrañas, el mísero, al cabo de dos meses, cayó en gran abatimiento. Sintióse desfallecer de amor y de deseo. No tuvo fuerzas para alejarse de Madrid. Volvió a rogar a su hermana que otra vez entablase las negociaciones.

No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.