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Vea usted qué bonito papel hemos hecho. ¡Y yo que respondí...! En mi vida me ha pasado otra. La tuve a usted por extraviada, no por corrompida, y ahora veo que es usted lo que se llama un monstruo. Dio entonces un paso más, cerrando un poco la puerta, y tentó la pared por si hallaba silla o banco en qué sentarse. «Hablando en plata, usted no quiere a mi hermano... Ábrete, conciencia».

Delante de ella había un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una silla, y no muy distante de su mujer. El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años.

Y ella, después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer otros ademanes, con mucho donaire, comenzó a decir desta manera: «Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a me llaman...»

En fin, después de un largo rato de vagar por aquellos lejanos países se levantó de la silla y se dispuso a marcharse. No quería estorbar; sin duda irían a comer... Tristán asombrado también se levantó del asiento y le acompañó hasta la puerta del despacho, pero una vez allí no pudo menos de decirle: ¿Se ha olvidado usted de que tenía que hablarme de cierto asunto?

¡Mira, mira qué cortinas! Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa. Salimos acaloraos y nos da un aire... Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos. No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.

Quevedo llamó á la puerta de la casa donde estaba doña Clara Soldevilla. Cuando entró en el aposento donde estaba ésta con don Juan, la joven se levantó de una silla y corrió á su marido, le asió las manos temblorosa y le miró con ansiedad. Quevedo despidió al cocinero mayor, que todavía estaba allí. Don Juan sonrió enamorado, transportado de alegría, á doña Clara. Y esta alegría no era fingida.

3 Y él le dijo: Ve, y pide para ti vasos prestados de todos tus vecinos, vasos vacíos, no pocos. Entonces cesó el aceite. 10 Yo te ruego que hagas una pequeña cámara de paredes, y pongamos en ella cama, y mesa, y silla, y candelero, para que cuando viniere a nuestra casa, se recoja en ella. 11 Y aconteció que un día él vino por allí, y se recogió en aquella cámara, y durmió en ella.

A la izquierda de la chimenea, Dolores, sentada en una silla baja, sostenía en el brazo al niño de pecho, el cual, vuelto de espaldas a su madre, se apoyaba en el brazo que le rodeaba y sostenía, como en el barandal de un balcón, moviendo sin cesar sus piernecitas y sus bracitos desnudos, con risas y chillidos de alegría, dirigidos a su hermano Anís; este, muy gravemente sentado en el borde de una maceta vacía, frente al fuego, se mantenía tieso e inmóvil, temeroso de que su parte posterior perdiese el equilibrio y se hundiese en el tiesto, percance que su madre le había vaticinado.

Por espacio de un mes lo menos, y hasta que le vieron bien encarrilado, ni una silla le dejaron libre más que la que estaba próxima a la más joven de las chicas de D. Cristóbal. En el juego de la lotería, al cual se entregaba con pasión desordenada aquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin que nadie se lo pidiese, de buscarles cartones que fuesen combinados.

Sentose, o por mejor decir dejose caer sobre una silla, pidió un vaso de agua con azahar al mozo y, respirando trabajosamente, profirió roncamente: ¡Si supieran ustedes lo que me acaba de pasar! Eso es lo que todos querían: saber lo que le pasaba.