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Actualizado: 3 de junio de 2025
Señor, sírvase usted ir al mostrador, y señalaba á un mostrador que estaba á la izquierda de la puerta principal, ocupado por dos señoras sentadas. Estas señoras eran las oficinistas. Me llegué á la que se hallaba más próxima á nuestra mesa, cogió la targeta sin mirar, sumó con la velocidad del relámpago, y estampó la suma y un sello con tinta encarnada.
Las once habían dado ya en el reloj del torreoncito de la villa, y dos señoras, sentadas a uno y otro lado de la chimenea, hablaban en el gabinete. Una lloraba en silencio; la otra parecía consolarla. Representaba esta más de cuarenta años, y su falta absoluta de pretensiones en nada disimulaba la sorda lima del tiempo.
Cerca del altar, sentadas en rojos sillones, estaban las señoras de la familia, y detrás los parientes y los empleados. El ara estaba adornada con hierbas del monte y flores del invernadero del hotel de los Dupont. El acre perfume de los ramos silvestres, mezclábase con el olor de carne fatigada y sudorosa que exhalaba el amontonamiento de los jornaleros.
Cierra los ojos, y la tierra le falta bajo el pie y se siente llevado por los aires. Cuando de nuevo se atreve a mirar, la procesión se detiene a la orilla de un río donde las brujas departen sentadas en rueda. Por la otra orilla va un entierro. Canta un gallo. ¡Cantó el gallo blanco, pico al canto!
Se dejó abrazar, é inclinando la cabeza rompió en un llanto desesperado, como si la presencia de su esposo evocase con mayor relieve la imagen del hijo que nunca volvería á ver. Luego secó sus lágrimas, y más pálida, más triste que nunca, continuó su vida habitual. Ferragut la vió serena como una maestra, con las dos sobrinas pequeñas sentadas á sus pies, proseguir las eternas labores de encaje.
Algunas monjas se retiraban a su celda a dormir la siesta; otras se iban a la iglesia que era lo más fresco de la casa, y sentadas en las banquetas, apoyando en la pared su espalda, o rezaban con somnolencia, o descabezaban un sueñecillo. Las Filomenas caían también rendidas de cansancio. Algunas se iban a sus dormitorios, y otras tendíanse en el suelo de la sala de labores o de la escuela.
En el fondo, las mujeres, sentadas en el suelo con las faldas abombadas como hongos, contábanse cuentos o relataban curaciones maravillosas ocurridas en la sierra por milagro de las vírgenes. Una canturía a media voz elevábase sobre el murmullo de las conversaciones. Eran los gitanos que continuaban su comida extraordinaria.
El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya, que regué con unas lágrimas que hacía años no había podido derramar. Cuando hubo pasado aquel momento de profunda emoción, el cura se apresuró a presentarme a dos personas respetabilísimas, sentadas cerca de nosotros y que no habían sido las que menos se conmovieran con el relato del maestro de escuela.
Al borde del estanque que está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.
Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga: «¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho.
Palabra del Dia
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