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El carro, en su marcha traqueteante, había dejado atrás al gitano y a Salvatierra, que se detenían para hablar. Ya no le veían. Les servía de guía su lejano chirrido y el plañir de la familia, que marchaba a la zaga, acometiendo de nuevo la canturía de su dolor. ¡Adiós, Mari-Crú! gritaban los pequeños, como acólitos de una religión fúnebre. ¡Se ha muerto nuestra prima!...

Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía: Dióme Dios, por darme mucho, con una suerte perversa, cabeza dos veces grande, y pies para sostenerla. Vine al mundo como soy, aunque venir no quisiera; la culpa fué de mi madre, que no se murió doncella.

En el fondo, las mujeres, sentadas en el suelo con las faldas abombadas como hongos, contábanse cuentos o relataban curaciones maravillosas ocurridas en la sierra por milagro de las vírgenes. Una canturía a media voz elevábase sobre el murmullo de las conversaciones. Eran los gitanos que continuaban su comida extraordinaria.

De pronto el órgano sofocó sus quejas con variadas modulaciones, ya acentos dulces, ya rugidos estentóreos: unos instantes aquello era regalo del oído, otros estruendo ensordecedor, hasta que de improviso las notas parecían quedar flotando en el aire, como aves perdidas, cuyo graznido desapacible continuaba imitando la canturía ronca de algún cura falto de aliento.

Cuando pensaba así, oyó el Magistral a su espalda, detrás del árbol en que se apoyaba, al otro lado del seto, una voz de niño que recitaba con canturia de escuela «Veritas in re est res ipsa, veritas in intellectu...» Era un seminarista de primer año de filosofía que repasaba la primera lección de la obra de texto, Balmes.

Desde una semana antes, la granujería corría las calles arrastrando sillas rotas y esteras agujereadas, pidiendo a gritos, con monótona canturía, «¡Una estoreta velleta...!»

La desolación del campo era resignada, poética en su dolor silencioso; pero la tristeza de la ciudad negruzca; donde la humedad sucia rezumaba por tejados y paredes agrietadas, parecía mezquina, repugnante, chillona, como canturia de pobre de solemnidad. Molestaba; no inspiraba melancolía sino un tedio desesperado.

Movía las caderas, retorcía el busto, acompañaba con balanceos su monótona canturía oriental, sonreía lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la «danza del vientre».

Déjate de esa versa y canturia fastidiosa prorrumpió encolerizado el Sultán y responde por lo natural y llano a mis preguntas, porque si no ¡vive el cielo! que te saque enredada en la punta de mi espada gran parte de tus dislates y locuras.