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Actualizado: 3 de julio de 2025
El rebaño de la pobreza no podía gozar de este placer de los ricos; pero lo envidiaba, soñando con la embriaguez como la mayor de las felicidades. En sus momentos de cólera, de protesta, bastaba poner el vino al alcance de sus manos para que todos sonriesen viendo dorada y luminosa su miseria al través del vaso lleno de oro líquido. ¡El vino! exclamaba Salvatierra.
Don Fernando Salvatierra dijo con voz trémula, haciendo esfuerzos por contener su indignación fue mi maestro y le debo mucho. Además, es el mejor amigo de mi padre, y yo sería un desagradecido sin entrañas si no fuese a verle después de sus desgracias. ¡Tu padre! exclamó don Pablo. ¡Un bobalicón que nunca aprenderá a vivir!... ¡Que nadie le toque a su antiguo cabecilla!
Al llegar a Jerez, después de permanecer algunos días en Madrid entre los periodistas y los antiguos compañeros de vida política, que le habían conseguido el indulto sin hacer caso de su resistencia a aceptarlo, Salvatierra se dirigió en busca de los amigos que aún le restaban fieles.
El aperador continuaba exasperando al gitano con ese humor campesino que se goza en enfurecer a los pobres de espíritu y a los vagabundos. Oye, Alcaparrón, ¿tú sabes quién es este señor? Pues es don Fernando Salvatierra. ¿No has oído hablar nunca de él?... El gitano hizo un gesto de asombro, abriendo los ojos desmesuradamente. ¡Pues poco nombrao que es el señó!
En las nieblas de color de sangre que pasaban ante sus ojos, creyó ver el brillo de las gafas azules de Salvatierra, su sonrisa fría de inmensa bondad. ¿Qué haría el maestro de estar allí?... Perdonar, indudablemente: envolver a la víctima en la conmiseración sin límites que le inspiraban los pecados de los débiles.
El mundo, para marchar bien, debía organizarse con arreglo a las sanas tradiciones... Lo mismo que su casa. Un sábado por la tarde, Fermín Montenegro, al salir del escritorio encontró a don Fernando Salvatierra. El maestro dirigíase a las afueras de la ciudad para dar un largo paseo.
Y con cierta conmiseración por Salvatierra que, sabiendo tanto, ignoraba unas cosas que eran para el aperador las más interesantes del mundo, continuaba éste explicando el régimen a que se sometían los caballos jóvenes; todas las operaciones que realizaba él voluntariamente en sus entusiasmos de jinete.
Sabía tanto del movimiento sedicioso, como aquella gente que parecía absorta en la penumbra del crepúsculo, sin acertar a explicarse qué hacía allí. ¡Compañeros! gritó imperiosamente. ¡A Jerez los que tengan riñones! Vamos a sacar de la cárcel a nuestros pobres hermanos... y a lo que se tercie. Salvatierra está allí.
Salvatierra se fijó en las caras de aquellas gentes que le miraban con curiosidad, suspendiendo por un instante su comida, manteniendo inmóviles las manos con la cuchara en alto. Bajo los sombreros deformes sólo se veían carátulas de miseria, máscaras de sufrimiento y de hambre. Los jóvenes tenían la frescura vigorosa de los pocos años.
Por las tardes, la respetable asamblea discutía sus aficiones: caballos, mujeres y perros de caza. La conversación no tenía otros temas. Escasos periódicos en las mesas, y en lo más oscuro de la secretaría un armario con libros de lomos dorados y chillones cuyas vidrieras no se abrían nunca. Salvatierra llamaba a esta sociedad de ricos el «Ateneo Marroquí».
Palabra del Dia
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