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Conque, ¿sólo me hicísteis conocer á don Juan para salvarle? dijo Dorotea, que no podía apartarse de su pensamiento dominante, de su pensamiento desesperado. , ¡por Dios vivo! contestó Quevedo. Pues habéis hecho bien, muy bien, y os pido perdón por el odio que os he tenido, por las injurias que me habéis escuchado. ¡Bah! no podéis injuriarme.

Era probable: después de su heroica tentativa de salvarle, Alejandra Natzichet debía haber visto a Zakunine corresponder al amor que ella le tenía. Los diarios, en un tiempo llenos de noticias relativas a la acusación que amenazaba a ambos, no hablaban más de ellos: otras historias de otras pasiones ocupaban el lugar concedido antes al drama de Ouchy.

Pero tenía comprometida la mitad de su fortuna, acaso toda ella al día siguiente, en un negocio cuya única garantía era la conservación del Ministerio que le había metido en el ajo; Ministerio a la sazón tan inseguro por las deserciones ocurridas en sus filas, que un solo voto de más o de menos podía salvarle o perderle. ¿Cómo votaba él con la oposición?... No vaciló siquiera.

Con egoísmo amoroso, sólo del amor mutuo que don Paco y ella se tenían, había ella hablado con don Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió a pensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle sin que nadie le diese auxilio y siendo ella su única salvadora.

¿Y cómo la admiten? ¡Usted no sabe cómo, en qué circunstancias se ha declarado culpable la Natzichet! ¡Confesó cuando yo la dije que el Príncipe había confesado! ¡Le vio perdido y quiso salvarle! ¿Y eso no le demuestra a usted de una manera luminosa que él, sólo él es el asesino? ¡Pero él nada ha confesado! ¡Yo fui quien dije eso, como recurso desesperado!

¿Uno y otro no debían aconsejarla que salvara al hombre amado y al correligionario? También eso era cierto. Si el Príncipe había muerto a la Condesa, la joven debía intentar salvarle, tanto por amor al hombre, como por amor al partido. Bien; pero ¿y la prueba? ¡Ah! ¡la prueba! ¡Hay que encontrarla todavía!

Lo habían conducido moribundo á su vivienda, pero á la hora en que aparecieron dichas ediciones los médicos mostraban esperanzas de salvarle la vida. Cada uno comentó la noticia según la repulsión ó la simpatía que le inspiraba el poeta. Los hubo que hablaron de un exceso de inspiración que, haciéndole olvidar la realidad, le había impulsado á arrojarse al agua.

Una vez que todos los otros medios habían sido vanos, ya que él no oía la voz del deber, ella era la única que podía salvarle. La dije que le abandonara, que huyera: que desapareciera. Ella no quiso. Yo insistí: «Usted ama a otro: váyase lejos con su nuevo amanteElla me prohibió que la hablara en esa forma, y quiso saber quién era yo.

La vieja se irritó en su interior contra las mujeres infames, como hay muchas en Madrid, que se apoderan de los chicos y les beben la sangre, al igual de las antiguas brujas. La joven pensó vagamente en salvarle la vida a fuerza de amor y cuidados. El primero de ustedes, señores dijo nuevamente el doctor Ibarra, despidiendo al caballero, que salió grave y erguido como un senador romano.

La de Arturo estuvo en peligro durante mucho tiempo; por espacio de dos meses se desesperó de salvarle, y cuando recobró la salud, su fortuna, sus esperanzas, las de su tío, todo se hundió en tres días, al hundirse la monarquía de Carlos X. El obispo no pudo resistir este desastre; enfermo y apenado, quiso seguir a la corte en su destierro, pero no pudo.