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He aquí, pues, lo que quiero pedir a usted: ¿Cree usted que su hermano y su amable señora consentirían en recoger y querer a mi huerfanita, en aconsejarla y guiarla en la elección de un marido y en reemplazar, en fin, a los padres que ha perdido? Respóndame usted con toda franqueza, amigo mío. A pesar de la emoción que me oprimía la garganta, respondí sin vacilar que aceptaría esa misión.

Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y, aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo: -En fin, señora, que eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo.

Por eso tiene á su madre, para iluminarla, aconsejarla y dirigirla. ¿Y la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia? La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensa terrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, que había yo de aconsejar á mi hija en contra de lo que mi conciencia me dictase? Tan mala me cree V.?

¿Uno y otro no debían aconsejarla que salvara al hombre amado y al correligionario? También eso era cierto. Si el Príncipe había muerto a la Condesa, la joven debía intentar salvarle, tanto por amor al hombre, como por amor al partido. Bien; pero ¿y la prueba? ¡Ah! ¡la prueba! ¡Hay que encontrarla todavía!

La señora condesa bajó los ojos muy modestita, como haciéndose la desentendida de si era a ella o no a quien le tocaba pagar aquella cuenta, y el padre continuó: Pero como usted comprenderá, este sacrificio de precio incalculable, cuya idea le fomentaré yo por lo que en tiene de útil y meritorio y porque bastará quizá el ofrecerlo para alcanzar de Dios lo que el pobre ángel pide, no es una vocación religiosa: es sólo un ofrecimiento que en su aflicción y en su generosidad hace la niña, y mientras Dios no lo acepte, no existe la verdadera vocación, y yo, por mi parte, ni puedo aconsejarla ni autorizarla tampoco hasta entonces.

Cierto que no podía darse otro más acomodado a la manera de pensar de la consejera, y, sobre todo, por lo tocante a don Mauricio el Solemne, como ésta le llamaba; pero ¿a qué traer a colación a Pepe Guzmán? ¿Qué había visto en él Sagrario para aconsejarla a ella que no le aceptara por marido «aunque, por milagro de Dios, lo pretendiera»? Por supuesto que esta condicional la usó Sagrario teniendo en cuenta la fama de incasable que gozaba el aludido, no porque la considerara a ella indigna de aquel otro heroísmo de este Guzmán. ¿Cómo había de saber, la muy curiosa y entrometida, lo que ignoraba sobre el caso la misma interesada?