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Después hizo con la boca unos mimos muy particulares. Su contestación no tardó mucho. «Le diré a usted... dinero tengo, pero no si podré disponer de él. Me traerán mañana unas cuentas muy gordas...». Mirábala a los ojos con impertinente fijeza. Rosalía hubiera deseado que no la mirase tanto y que le diese pronto el dinero.

«Si es usted elegantísima... si cuanto usted se pone resulta maravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga... A todo el mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir, oscurece cuanto se le pone al lado». Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para qué decirlo.

Respecto a su apartamiento de los asuntos domésticos, poco pudo lograr Rosalía, pues aunque él se preciaba de dejar al cuidado de ella todas las cosas, no podía contener su anhelo de autoridad, de aquella autoridad tan bien ejercida durante largos años; y a cada momento se acordaba del buen uso que había hecho de sus funciones. Rosalía... ¿Qué quieres, hijito? ¿Qué principio has puesto hoy?

Yo iré a donde usted vaya, pues para mis males lo mismo son unas aguas que obras... Todo está en zarandearse un poco y salir de este horno». En esto del viajecito a baños era Rosalía más comunicativa que en el anterior tema. Bien deseaba veranear pero aún no había dicho el médico nada terminante.

Vagaban indolentes por la terraza, como si hicieran tiempo, Pez, Rosalía y la hermana del intendente. Esta fue a la vivienda del sumiller, y la elegante pareja se quedó sola... El pobre D. Manuel era en verdad digno de lástima.

Aquel hombre guapín, que siempre fue a Rosalía indiferente, pareciole entonces un bonito verdugo que se le presentaba con la cuerda y la hopa. ¡Y que no venía poco apremiante el tal!... ¡Vaya un apunte! Para el día 14 sin falta necesitaba eso.

Inclinose más hacia ella y le habló de ingratitud en tono de queja amorosa. Rosalía vislumbró horizontes de salvación que alumbraban con débil luz las tinieblas de aquel funesto día 9, ya tan próximo.

Creyó haber oído un ¡ay! de Bringas; pero debió de ser ilusión suya, pues el santo varón parecía muy tranquilo, y su mesurado aliento indicaba que al fin se había dormido de veras. «¡Torres... el dinero! pensó Rosalía sacudiendo la cabeza para ahuyentar aquella idea, como si esta fuera un moscón que se le posara en la frente . ¡Y en qué circunstancias, Dios mío!...».

Lo mismo se gana el cielo dentro que fuera del convento. ¡La pobrecilla lo ha sentido mucho! Tanta compasión dio mala espina a Miguel. Doña Rosalía al cabo le dejó solo. Aquella noche no era fácil ver a la generala. Su casa se hallaba del otro lado de la bahía, y a tal hora costaría trabajo dar con ella.

La viuda siempre se sentía tocada del furor del aplauso, y para que no lo diese con aspavientos ruidosos, Rosalía se llegaba a ella con el dedo en la boca, incitándola a reprimir toda manifestación de pasmo y sorpresa, no fuera que algún sutil oído percibiese lo que en la Saleta ocurría.