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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Tía Pepa salió a mi encuentro, reclinó en mi hombro la encanecida cabeza, y sin decir una palabra me abrazó fuertemente. Cuando regresamos del cementerio me retiré a mi cuarto. Allá me siguió Andrés. Sentado cerca de mi pretendía distraerme con no sé qué historias de mi infancia. Yo le oía sin contestar. De pronto entró mi tía. Rorró: ¿te dieron una carta de Angelina? No. ¿Cómo no?
Allí hablan de un alemán, cuyo nombre no recuerdo porque es muy largo y muy revesado, del cual dicen que tiene ideas así como las tuyas. Y yo me dije: ¡vaya! sin duda que Rorró ha leído los libros de ese señor, y en ellos aprendió esas tristezas con las cuales me apena y me congoja. Pregunté a papá si esas obras están prohibidas, y me dijo que sí.
Llegamos a la señorita Fernández. ¡Esa sí! exclamó la buena señora. ¡Esa sí me gusta! ¡Tan bonita, tan inteligente, tan buena, tan sencilla! Es rica, y tiene la sencillez de una pobre; es inteligente e instruída, y no hace alarde de ello; es hermosa, y no está pagada de su belleza. ¡Ay Rorró! agregó después de elogiar con mucho entusiasmo a la niña. Es una perla. Así quiero una mujer para tí.
Cuando llegué a mi casa me dio un vuelco el corazón. Entré, y tía Pepilla salió a mi encuentro: ¡Rorró! ¡Rorró! Mira... y me enseñaba una carta. ¿Qué es eso? Mira... ¡una carta! ¿De Angelina? ¡De Angelina!... Vamos a ver qué te dice.... Sí, tía; pero después de que yo la lea.... ¡Cómo tú quieras, Rorró! contestó sonriendo.
Mira, Rorró: a eso sí no puedo acostumbrarme, al chocolate malo. ¿Comes algo? Dílo, muchacho, que para eso estás en tu casa. Señora Juana: a ver qué le hace usted a Rodolfo.... ¡Hay que chiquear al niño!... La buena de mi tía, no me dejaba hablar. Suelta de lengua, viva, ingeniosa, era difícil cortarle el hilo una vez que principiaba a hablar.
Eres pobre... ¡cierto! pues estoy segura de que Gabrielita te preferiría a cualquier villaverdino, así la pretendiera Ricardo Tejeda, tu amigote, o el hijo de don Basilio, ese muchacho que es un bobo, que no sirve más que para contar a todo el mundo cuánto vale el traje que lleva, y cuánto el caballo en que montará dentro de pocos días. ¿No es verdad, Angelina? ¿No es verdad que para Rorró, sólo Gabriela?
Confórmate, Rorró, y procura cumplir con tus obligaciones, para que si mañana es necesario que te ocupes en algo que te produzca más, no tenga Castro que decir de tí lo que yo le he oído decir de otros muchachos.
No procuré cambiar de traje, y me puse el muy empolvado de la víspera, que me olía a lo que huelen los caminos de la Mesa Central, a sequedad y tierra estéril. Cuando entré en el comedor, ¡qué comedor! una pieza de seis varas cuadradas, mi tía Pepa, muy risueña y parlera, me esperaba sentada a la mesa. ¡Por Dios, Rorró! ¡Quieres que me dé un ataque!
Voy a subvenir a todos los gastos de la casa, y acaso este destino será para tu Rorró el principio de una vida laboriosa, sí, muy laboriosa, pero bien retribuida. Ya te digo que no entiendo de cosas de campo; y que no sé de eso ni una jota. Aprenderé todo, aunque, según entiendo, mi ocupación estará en el escritorio. Procuraré ser útil y hasta necesario.
Tenga usted paciencia, Rorró, me decía Angelina, vaya usted a la iglesia y pídale a la Virgen amparo y protección. Entonces recordé estas palabras de la doncella, palabras que resonaron detrás de mí como si ella me hablase al oído. Enfrente estaba el templo. Desde la calle veía yo la humilde lamparita del Sagrario. Me encaminé hacia la iglesia. Entré en ella. Estaba obscura.
Palabra del Dia
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