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Y tenía razón: ¿dónde hay cosa que tanto descorazone y repugne como besar a una mujer y cinco minutos después darle dinero? ¡Todo se puede perdonar al oro menos que sirva para comprar el amor! El resultado de esta quintaesencia de romanticismo bien entendido, era que no conocía gran número de pecadoras.

Dirigiéndose en el prólogo de Los Parientes Ricos al que leyere, confiesa que «el autor está siempre en la obra» y que «eso de la impersonalidad en la novela es empeño tan arduo y difícil que, a decir verdad, lo tengo por sobrehumano e imposible». El relatará, pues, su aventura y con ella la de las mocedades americanas y mejicanas hacia 1860, cuando los libros de nuestro romanticismo tardío enseñan todos la santidad de amar, la vital necesidad de amar y al mismo tiempo el perenne fracaso de los idilios, la crispada rebelión de los puños y la fatalista languidez de los labios que cantan con Leopardi el desposorio del Amor y la Muerte.

La viuda, señora respetable de cincuenta noviembres, tal vez había amado y se había dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D. Críspulo Crespo, relator, funcionario probo y activo e inteligente, de muy mal genio; , se habían amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en opinión de los amigos, seguían amándose; pero todos respetaban aquella pasión recóndita e inveterada; rara vez se aludía a ella, y se la tenía por único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto a tal documento póstumo del muerto romanticismo se mostraba tan sólo en dejar invariablemente un puesto privilegiado, dentro del mostrador, para D. Críspulo.

Vamos, ten discreción... No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal. ¡En el Hospicio! exclamó Jacinta con la cara muy encendida , ¡para que me le manden a los entierros... y le den de comer aquellas bazofias...! ¿Pero qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.

Sebastián, escéptico en todo desde que había dejado el romanticismo y engordado, se sonreía, asegurando en voz baja que la cosa no era para tan pronto. D. Venancio se apresuraba, tomando medidas con ademanes de bombero en caso de incendio. Siempre hacía lo mismo. Sebastián le había visto en muchas ocasiones, que no eran para referirlas.

Ahora, el amor por un lado y por otro la primavera, parecían incubar en él un nuevo ser, y de la ruda cáscara del antiguo dependiente, con la inteligencia muerta y la voluntad atrofiada, surgía un hombre nuevo, en el cual despertábase el mismo romanticismo de su padre cuando era joven.

Otro es el ilustre novelista D. Benito Pérez Galdós, embebido noche y día en un intenso trabajo literario, aprovechando todos los momentos de la existencia para preparar y escribir sus obras inmortales. Abandonemos, pues, para siempre el romanticismo bohemio, plaga de nuestra literatura, que degrada al escritor y lo pone a merced de los intrigantes políticos y de los especuladores avaros.

Daban ganas de hacerle oler algún fuerte alcaloide para que se despabilase y volviera en de su poético síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no se hacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado de graciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversos tamaños.

No miraba esto con buenos ojos Doña Paca, atenta a su plan de casarla con el rondeño; pero la niña, que tomado había en aquellos tratos no pocas lecciones de romanticismo elemental, se puso como loca viéndose contrariada en su espiritual querencia.

Amor, abnegación, sacrificio; estos eran los móviles de mi cariño, nobilísimos sin duda, y que no han vuelto a conmover mi corazón. Después... he amado, he amado muchas veces, pero nunca, como entonces, me he sentido capaz de tamaños heroismos. ¡Romanticismo! ¡Locura! exclamarán muchos al leer estas páginas. ¡Idealismo! dirán los desengañados, los hijos de esta generación egoísta y sensual.