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En efeto, ellos se pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces: -Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriote don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.

De esta guisa, sabiamente aleccionada, comenzó a llenar Beatriz su misión en la tierra: reír, vestir hechiceramente, hacer cada vez más ligera su danza, salpicar a cada giro del faldellín un rocío de fascinación. De alambique en alambique, llegó a ser una verdadera quintaesencia de cortesanía y de embeleso.

Y tenía razón: ¿dónde hay cosa que tanto descorazone y repugne como besar a una mujer y cinco minutos después darle dinero? ¡Todo se puede perdonar al oro menos que sirva para comprar el amor! El resultado de esta quintaesencia de romanticismo bien entendido, era que no conocía gran número de pecadoras.

De donde infería aquel ilustre heraldo del romanticismo, y con frase elocuente declaraba, que la verdad artística no era otra cosa que el conjunto ideal de las principales formas de la naturaleza, una especie de tinta luminosa que comprende sus más vivos colores, una manera de bálsamo, de elixir o de quintaesencia extraída de los jugos mejores de la realidad, una perfecta armonía de sus sonidos más melodiosos.

Ni eran estas las únicas gracias y donaires de la cantora, antes lo mejor de su repertorio, la quintaesencia de sus monerías, guardábala para la dulce intimidad de los felices mortales que a aquella Dánae de bambalinas lograban aproximarse, bien provistos de polvos de oro. ¡Con qué felina zalamería menudeaba los golpecitos en la panza, y llamaba a graves sesentones ratoncillos, perritos suyos, gatitos, bibis, y otros apelativos cariñosos y regalados, que a arrope y miel sabían!