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Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos á diestra y siniestra. Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo.

Las dos inclinan las cabezas y ponen en blanco los ojos para poder alzarlos al altar, desde donde responde a su mirada, la mirada extática de una Dolorosa. El parpadeo de las luces da una apariencia de vida al cerco amoratado de aquellos ojos, a la boca dolorida, a las mejillas con dos lágrimas de cristal. Sabelita y la vieja se santiguan al terminar su rezo. Pronto cerrarán la iglesia. ¡Vámonos!

Rezo cuando estoy triste, oigo misa los domingos, tengo mucho miedo al diablo, pero me gusta bastante el mundo y voy siendo algo impía, pues algunas veces me digo que no es tan pésimo como lo pintan los predicadores.... Además, ¿quién cuidaría de mi pobre Micaela, sola y casi ciega? Sería cometer un horrible pecado de ingratitud por salvar mi alma.

Tenía que hacer prodigios de economía en la nueva existencia que llevaba con su padre en aquella casucha. Y encima de las estrecheces y preocupaciones de la miseria, había de sufrir el reproche mudo de los ojos de su padre, el rezo de maldiciones sordas con que parecía azotarla cada vez que se aproximaba, arrancándolo de sus reflexiones.

Cuando Felipe II conoce el naufragio de la Invencible, la muerte de tantos miles de hombres, el dolor de media España, no pestañea. «La envié a pelear con los hombres, no contra los elementos.» Y sigue su rezo: en El Escorial. La tristeza impasible y feroz de los monarcas gravita sobre la nación. Por algo fue el negro durante varios siglos el color favorito de la corte de España.

Entonces, y con esta seguridad, Montiño se persignó y rezó apresuradamente la confesión general. Después dijo: Hace dos horas envenené una confitura que ha de servir en una merienda. Y apenas pronunciadas estas palabras, Montiño rompió á llorar.

Esta visión hacía gemir de nuevo á la señora de Hartrott: «¡Ay, mis hijosSu cuñado, por humanidad, la había tranquilizado sobre la suerte de uno de ellos, el capitán Otto. Estaba en perfecta salud al iniciarse la batalla. Lo sabía por un amigo que había conversado con él... Y no quiso decir más. Doña Luisa pasaba una parte del día en las iglesias, adormeciendo sus inquietudes con el rezo.

Plácido tenía que decirle muchas cosas, y entrecortaba su rezo para irlas desembuchando.

Pensaba que aquellas lágrimas dulces eran la miel mezclada que corría dentro y ahora saltaba por los ojos en raudal inagotable. Cuando estuvo mejor, aún más fuerte, huyó la pereza del colchón y saltó al suelo y rezó sobre la piel de tigre. Aún quería más dureza, y separaba la piel y sobre la moqueta que forraba el pavimento hincaba las rodillas.

Sin embargo, desde hacía algunos años tenía dudas respecto al derecho de usar de aquella ciencia, creyendo que las plantas no podían hacer ningún efecto sin el rezo y que el rezo debía bastar sin las plantas; así es que sus delicias hereditarias de vagar por los campos para recoger la digital, el acónito y el mastuerzo, comenzaron a revestir ante sus ojos las formas de la tentación.