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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Todos, al pisar el muelle, habían sentido que pertenecían al suelo firme, recordando de pronto las preocupaciones de su existencia anterior. La tierra recobraba sus derechos sobre ellos, y al volver al buque eran otros.

Zuzie y Bettina, tranquilas, en calma, en absoluto olvido de su existencia de la víspera, tomándole cariño ya a esa comarca que acababa de recibirlas y las conservaría por algún tiempo. Juan no se hallaba tan tranquilo; las palabras de miss Percival le habían causado una profunda emoción; su corazón no recobraba aún su marcha regular. Pero de todos, el más feliz era el abate Constantín.

Por supuesto, este dominio duraba solamente los momentos de sensualidad, las horas que consagraba al placer. Así que salía del templo de Venus, recobraba su razón el imperio, volvía a sus empresas con creciente ambición. Amparo fumaba tranquilamente en silencio, enviando pequeñas nubes de humo al techo. De pronto hizo un movimiento brusco, e incorporándose dijo: Voy a vestirme. Toca ese botón.

Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.

La suerte suya era que aquello se pasaba, como pasaría una jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio durante el sueño, y allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente muy tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y otros fenómenos sublimes del alma.

El capitán rezongaba... ¡Cosas viejas! El alma de la Roqueta era aún la misma que en aquellos tiempos. Persistía el odio de religión y de raza. Por algo vivían aparte, en un pedazo de tierra aislado por el mar. Pero Valls recobraba pronto su buen humor, y como todos los que han rodado por el mundo, no podía resistirse a la invitación de relatar su pasado.

El cerebro recobraba los dominios de la lógica, su salud; la memoria, firme, no era ya un tormento ni se mezclaba con visiones y disparates.

El empleadillo tímido de ademanes recobraba su gallardía de hombre de combate. Su voz sonó ronca al seguir hablando. El iba adonde le llamaban, adonde quería ir, sin reconocer á nadie el derecho de mezclarse en sus actos. Era la duquesa la única que podía cerrarle la puerta de su casa. ¿Por qué intervenía el príncipe en los asuntos de aquella señora sin consultar antes su voluntad?

«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios». Ni puede, ni quiere, ni debe exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno. El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.

Y sin embargo, se levantaba, extendía los brazos, rascábase el cráneo, recobraba el recio castoreño, perdido en la caída, y volvía a montar en el mismo caballo, que los «monos sabios» incorporaban a fuerza de empellones y varazos. El vistoso jinete hacía trotar al jaco, que arrastraba por la arena sus entrañas, cada vez más largas y pesadas con la agitación del movimiento.

Palabra del Dia

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