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El atavío de ésta realzaba, como había presumido bien, su espléndida belleza. Su gallarda figura parecía aún más fina y más esbelta con aquel traje ajustadísimo. Su linda cabeza rubia resaltaba sobre el terciopelo negro como una rosa blanca. El rey Felipe III hubiera trocado de buena gana su Margarita auténtica por ésta contrahecha.

Al entrar en la litera, Dorotea se había echado atrás el manto, dejando descubierto su maravilloso traje de brocado de tres altos plata y oro sobre azul de cielo, con bordaduras en el cuerpo y en las cuchilladas de las mangas de oro á martillo, que no parecían sino verdaderas bordaduras hechas al pasado; una rica gola de Cambray que realzaba lo blanco, lo terso, lo dulce, por decirlo así, de su cutis; un largo collar de gruesas perlas prendido en el centro del pecho por un joyel de diamantes; herretes de lo mismo en la cerradura del cuerpo, guarnición de perlas en las pegaduras de las mangas sobre los hombros, y un grueso cordón de oro con rubíes y esmeraldas ciñendo su cintura y cayendo doble y trenzado en una especie de greca, por cima de la ancha y magnífica falda, hasta los pies.

La niña levantó nuevamente su regordete y blanco brazo, cuyo seductor contorno realzaba un brazalete modelo, chillón y macizo regalo de uno de sus más humildes admiradores, que llevaba gracias a la solemnidad del día. Reinó un silencio sepulcral.

Tenía en las manos el rosario y vagaba aún en sus labios su pura sonrisa de niño; sobre su frente, amarilla como el marfil antiguo, un nimbo de cabellos blancos realzaba el tipo más peregrino de belleza moral que puede fingirse el hombre: la inocencia con la cabeza blanca...

Lita llevaba la cabeza envuelta en una esponjada toquilla de color azul celeste, que realzaba la frescura de su linda cara sonrosadita por la crudeza del aire serrano, y todo el cuerpo gentil arrebujado en un chal de lana gris, de mucho abrigo.

Era una bella cabeza, más por la expresión y carácter que por la misma regularidad de facciones. El negror de la barba realzaba su interesante palidez, y su abatimiento la asemejaba a las cabezas muertas del Bautista, tan valientes en su claro obscuro, que creó nuestra trágica escuela nacional de pintura.

Porque era grande la diferencia de edad que había entre ambos. Nuestro muchacho aparentaba unos diez y ocho años. Su rostro imberbe, fresco y sonrosado como el de una damisela; el cabello rubio; los ojos azules, suaves y tristes. Aunque vestido con americana y hongo, por su traje revelaba ser una persona distinguida. Iba de riguroso luto, lo cual realzaba notablemente la blancura de su tez.

Salía con alguna frecuencia de casa, y su aparición en coche descubierto, causaba siempre cierta sensación. La verdad es que estaba preciosa con sus ricos trajes de luto, llegados de París. Por coquetería debiera vestirse de negro, pues era incalculable lo que realzaba este color el brillo nacarado de su tez, los reflejos dorados de sus cabellos.

El severo papel verde botella del salón realzaba su blancura. Marta tenía frente a a las señoras de Delgado; tres hermanas, una viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras no fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos.

El sol se había ocultado detrás de un horizonte esplendoroso, cuya púrpura realzaba el extraño contraste de las nubes sombrías con reflejos de cobre, ocultándonos las cimas de algunos montes, donde el estruendo del trueno se oía sin cesar.