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Actualizado: 11 de julio de 2025
La marquesa se adelantó entonces, y sin asco ni temor apretó entre las dos suyas aquellas manos sudorosas. ¡María!... ¡María!... exclamaba Diógenes. ¿Qué es eso, Perico?... ¿Qué es eso, hombre? decía ella dulcemente, inclinando su rostro lleno de lágrimas sobre el desencajado del viejo.
Avinagró el gesto Miranda, que ya se creía libre de la moribunda, a quien si no cuidaba, le enfadaba ver cuidar; ensanchósele el corazón a Lucía, mal hallada con la idea de abandonar a su amiga en la antesala, como quien dice, del sepulcro; y Perico se dispuso a conocer París, seguro como estaba de que no faltarían a su hermana cuidados.
Cuando se aproximaban, Lucía daba un codazo a Pilar, diciéndole sin asomo de malicia: Mira... ahí vienen los pajarracos de esas amigas tuyas. La presencia de las Amézagas, como les llamaba Perico, determinaba siempre en Pilar una especie de fiebrecilla que la dejaba postrada después para dos horas.
Cierto día apareció sobre la puerta de éste un letrero que decía: Dirección. Perico se creyó en el caso de dar una explicación a su amigo. No extrañes lo del letrero, Miguel. Ya comprenderás que tú nada tienes que ver con eso... Pero los demás... El general me dijo que debía haber un cuarto reservado... Porque ya sabes... Vienen visitas... Bien, hombre, bien; no te apures, Majagranzas...
Pareció acertadísimo a todos el consejo del médico, y Lucía escribió, bajo el dictado de Pilar, una carta a Perico, encargándole estuviese de vuelta dentro de quince días justos, término fijado por Duhamel para cerrar su temporada de consulta en Vichy.
No repetiré la narración del viaje, tan diferente, sin embargo, del primero. ¡Cómo bajábamos aquellos chorros temidos, Perico, Mezuno, Guarinó, que tantas dificultades presentaron a la subida!
Una noche, en que creí encontrarles a ambos la hallé sola: hasta después de estar sentado en su gabinete no me dijo que Perico había salido, y cuando quise marcharme añadió entre seria y burlona: ¡Quiá, amiguito! tenemos que hablar.
Su amigo íntimo y compañero de colegio, Perico Mendoza, también comenzó cuando él la carrera de derecho, pero con muy diversos auspicios. Desde la apertura del curso no hubo estudiante más puntual ni más diligente; cargado siempre de cuadernos camino de la Universidad, o metido en su cuarto poniendo los apuntes en limpio; esta era su vida.
El viejo le atajó con gran viveza la palabra: ¿Lo ves?... ¿Lo ves cómo la Virgen Nuestra Señora te concedió la misericordia?... Yo se lo pedía, se lo pedía y sin dejar de sonreír cruzaba las manos y las levantaba, mirando al cielo con expresión beatífica , porque me dijo Miguelito Tacón hace algún tiempo, cuando lo vi en Cuba de capitán general, el año treinta y cinco, que andabas..., vamos..., un poco alegre... ¡Y mira qué buena fue nuestra Madre!... ¡Porque lo viese yo, me ha conservado ochenta y seis años, Perico, ochenta y seis años!... Sí, por cierto...
Otras veces, cuando paseaban juntos por el Retiro y llevaban largo rato sin despegar los labios, decía Miguel: ¿A que no sabes, Perico, para lo que me sirves tú en el paseo? ¿Para qué? Para darme sombra. En efecto, Mendoza era tan alto y tan gordo, que la figurilla de Rivera se resguardaba perfectamente detrás de él.
Palabra del Dia
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