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Actualizado: 18 de junio de 2025
Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que se habían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lana burda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevaban sueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrando por la abertura sus rostros tostados de piratas. Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes.
El carruaje, a todo correr de sus dos caballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de la ciudad por el borde del camino.
Bajo una higuera, negro parasol de ramajes enroscados, vio a unos payeses ocupados en escuchar a alguien que estaba en el centro del corro. Al aproximarse Febrer hubo cierto movimiento en el grupo. Un hombre surgió de él con rabioso impulso, y los otros le detuvieron, cogiéndolo de los brazos, pugnando por contenerle. Jaime lo reconoció por el lienzo blanco anudado bajo su sombrero. Era el cantor.
Permanecía aparte de la vida ibicenca, sin mezclarse en sus costumbres. Era un señor entre los payeses, un forastero. Aquéllos le trataban respetuosamente, pero con un respeto frío. La existencia tradicional de estas gentes, ruda y un tanto feroz, le atraía con la fuerza de todo lo que es extraordinario y de contornos vigorosos.
Valls comentaba irónicamente el orden social en que habían vivido, escalonadas durante siglos, las diversas clases de la isla, y del que quedaban aún muchos peldaños intactos. Arriba, en la cúspide, los orgullosos butifarras; luego los nobles, los caballeros; después los mossons; tras éstos los mercaderes y los menestrales, y a continuación los payeses, cultivadores del suelo.
Todas las circunstancias eran buenas para atropellar a las gentes de «la calle». Cuando los payeses tenían agravios con los nobles y bajaban los foráneos en bandas armadas contra los ciudadanos de Palma, el conflicto se resolvía asaltando unos y otros el barrio de los chuetas, matando a los que no huían y robando sus tiendas.
Aún poseía allá algo: un montón de rocas con hierbajos y conejos; una torre ruinosa del tiempo de los piratas. Lo sabía por casualidad desde el día anterior: se lo habían dicho unos payeses de Ibiza que había encontrado en el Borne. Lo mismo es estar allí que en otra parte... Tal vez mucho mejor. Cazaré, pescaré; voy a vivir sin ver gente.
Esta enumeración interminable parecía corta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse el predicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payeses cuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de los guerreros del capitán Angelats.
Los fuertes payeses sujetaron fácilmente con sólo una mano al enfermizo muchacho, pero éste, incapaz de moverse, desahogó su rabia tendiendo un puño hacia el camino, mientras las amenazas e insultos salían a borbotones de su boca. Estaba, sin duda, contando a los amigos lo ocurrido en la noche anterior, cuando apareció Febrer. Adivinaba éste en las voces chillonas las amenazas del Cantó.
A mediodía, Febrer, aburrido de sus paseos sin objeto por la Marina y las empinadas callejuelas de la antigua Real Fuerza, entró en una pequeña fonda, la única de la ciudad, situada junto al puerto. Allí encontró los huéspedes de siempre. En el vestíbulo, unos cuantos mozos vestidos de payeses, con gorra de cuartel: soldados de la guarnición que servían de asistentes.
Palabra del Dia
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