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Actualizado: 26 de junio de 2025


Creía ver oleadas de luz, emanadas de un foco incandescente; formas humanas, cuerpos sin sombra, que oscilaban con caprichosas revoluciones.

Ahora he vuelto para destruir ese sistema, precipitar su corrupcion, empujarle al abismo á que corre insensato, aun cuando tuviese que emplear oleadas de lágrimas y sangre... Se ha condenado, lo está ¡y no quiero morir sin verle antes hecho trizas en el fondo del precipicio! Y Simoun estendía ambos brazos hácia la tierra como si con aquel movimiento quisiese mantener allí los restos destrozados.

Trotaron los caballos, se alejó en salvo el coche, y a su espalda, ya lejos, arreció el rumor formidable del motín, semejante al ruido de una presa cuando rota la esclusa se precipita el agua en oleadas de espuma sucia y turbulenta. Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro.

También era la primera vez que Juan, en el polígono de Souvigny, veía otra cosa que cañones y trenes, tiros y conductores. En las oleadas de polvo levantadas por las ruedas y las patas de los caballos, Juan veía, no la segunda batería montada del 9.º de artillería, sino la imagen distinta de las dos americanas de ojos negros y cabellos de oro.

Las dulces oleadas de una sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente; todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor, recobraban su tensión con una alegría visible. Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como se bendice a Dios. Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor Le Bris.

Me costó muchísimo trabajo contener en mi lengua las oleadas que subían de mi corazón cuando me vi por primera vez enfrente de aquella criatura que cada día se me revelaba con nuevos atractivos, y noté que leyéndome ella esta lucha en la expresión de mis ojos o en el acento de mi voz, tampoco acertaba a pintar con el colorido que la imponían «las circunstancias», el placer con que volvía a verme.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas. La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.

La escasez de comida la compensaban con los productos de una tierra rica en vinos. Al saquear las casas, rara vez encontraban víveres, pero siempre una bodega. El alemán humilde, abrevado con cerveza y que consideraba el vino como un privilegio de los ricos, podía desfondar los toneles á culatazos, bañándose los pies en oleadas del precioso líquido.

Oleadas de calor le subían hasta el cerebro y se despertaba como si estuviese en un baño de vapor, del que se extrañaba salir con vida. El doctor Le Bris, un médico joven y un antiguo amigo, le recomendaba un régimen suave, sin fatigas y sobre todo sin emociones. Pero, ¿qué alma, por estoica que fuese, hubiese atravesado sin emocionarse por tan rudas pruebas?

Los ojos alcanzaban a ver a mayor distancia a través de su blanco humo. Esta marcha devolvió el buen humor a los que se preparaban a bajar en Montevideo. Era un avance tímido pero continuo a través de la bruma, que se presentaba en oleadas densas, como si la atmósfera se solidificase a trechos.

Palabra del Dia

consolándole

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