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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Mis aciertos y mis errores, hijos son de mi tiempo: ni por éstos mereceré censura, ni por aquéllos soy digno de alabanza: de que enderecé al bien la voluntad, estoy seguro. Madrid, 1895. Sonaron las campanadas del medio día y de allí a poco la puerta comenzó a despedir en oleadas de marea humana la muchedumbre cansada y silenciosa que componía el personal de los talleres.
Pero la tartana, como una coqueta, inconstante y caprichosa, reanudaba su rumbo primitivo, y a la velocidad de todo su velamen, iba a sumergirse en las oleadas de luz que abrazaban la atmósfera, desesperando así a los honrados guardacostas que se apuntaban un nuevo fracaso.
Ocho hombres forzudos y casi en cueros encorvábanse bajo el peso del santo. Las oleadas de gente estrellábanse contra ellos, haciendo vacilar las andas. Dos atletas despechugados, admiradores del santo, marchaban a ambos lados, conteniendo el gentío.
En torno de Ayartiaga no se oía más que el estridente rodar de alguna carreta mal engrasada y el apacible silbo del viento, que se complacía en cimbrear suavemente las cañas de los maizales, fingiendo oleadas entre el verdor de los cerros. El pueblo, formado por dos líneas de pobrísimas casas tendidas a lo largo de la carretera, no había despertado aún.
La naturaleza está velada á nuestros ojos; arcanos impenetrables nos rodean; encontramos por do quiera sombras que nos encubren la realidad de los objetos; pero al través de esas tinieblas columbramos algunos destellos de luz: no obstante el profundo silencio que reina en el piélago de los seres entre cuyas oleadas nos agitamos, como gotas imperceptibles en la inmensidad del océano, oimos de vez en cuando voces misteriosas que nos indican el rumbo que debemos seguir para llegar á playas desconocidas.
Palabra del Dia
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