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El oficinista, contento de la invitación y molestado al mismo tiempo por el carácter de hombre tranquilo que le atribuían, marchaba á caballo detrás de Elena, sin que ésta hiciese caso de su persona.

Está bien, tía Liette, no aceptaré la invitación dijo ahogando un suspiro. El joven no debía tener este disgusto... ¿Fue olvido voluntario o involuntario? Ello fue que la invitación no llegó... Mejor, así no tendrás necesidad de excusarte dijo la oficinista tranquilamente timbrando la serie de tarjetas de invitación destinadas a las personas de los alrededores.

El oficinista, al que apodaba «tinterillo» el estanciero, siguió fumando con la calma de un oriental que considera conveniente excitar la curiosidad de su interlocutor antes de emprender la conversación. Usted, don Carlos dijo al fin , fué en su juventud hombre de armas. Me han contado que cuando vivía en Buenos Aires tuvo varios duelos por asuntos de hembras.

Al caer la rodaja de metal, se inclinó el oficinista para verla y dijo al estanciero: La suerte está con nosotros. También podemos tomar la pistola que más nos guste. Después los padrinos de Pirovani fueron en busca de éste para colocarlo junto á uno de los bastones escogido por ellos. El marqués y Watson condujeron á su apadrinado al lugar que marcaba el segundo bastón.

Examínelas bien; no tenemos otras, y deben ser aceptadas por las dos partes. El oficinista manifestó que tenía por inútil este examen, aceptando todo lo que hiciese el otro. Siguió hablando el marqués con una dignidad caballeresca que impresionaba á Moreno. «Este pobre señor pensó no conoce su verdadera situación.

Mi marido es bueno, aunque nunca ha sabido comprenderme. ¡Pero de eso á huir con otro hombre, dando un escándalo!... Apeló el oficinista á todas las frases almacenadas en su memoria, como residuo de sus lecturas. ¿Qué importaba el matrimonio, ni tampoco lo que pudiera decir la gente?... Ella tenía derecho á conocer el verdadero amor, tomándolo allí donde lo encontrase.

Mire usted concluyó el último, verdad es que yo no tengo grandes riquezas, pero tengo tal cual letra; ya he logrado meter la cabeza en Rentas por empeños de mi madre; un amigo nunca me ha de faltar, ni un empleíllo de mala muerte; y para ser oficinista, no es preciso ser ningún catedrático de Alcalá ni de Salamanca.

Estaba el oficinista leyendo una novela junto á su ventana, y al ver á Canterac se acodó en el alféizar para hablarle de los trabajos realizados. Hay cerca de doscientos hombres y cuarenta carretas que ganan plata en lo del parque. El ingeniero, siempre á caballo, escuchó las explicaciones que le fué dando Moreno desde su ventana. Le he quitado estos hombres á Pirovani ofreciéndoles doble jornal.

¡Oh, París! Usted lo conoce por los libros, pero no sabe verdaderamente lo que es aquella vida. Nos espera allá una existencia muy dulce. Consideró el oficinista tales palabras como una aceptación, creyéndose autorizado después de ellas para abrazarla... ¿ que acepta usted?... ¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias!

«¡Oh, París!...» Esta exclamación mental del oficinista resucitó en su imaginación todos los episodios de la vida alegre que llevan los extranjeros en la gran ciudad, según él había leído en las novelas. Vió un elegante restorán nocturno, como se imaginaba que eran los restoranes de Montmartre y como los había admirado directamente muchas veces en las historias cinematográficas.