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Actualizado: 1 de julio de 2025
El oficinista aceptó sin reserva lo referente al atrevimiento, pero levantó los hombros al oir hablar de lección. ¿Qué podían hacer ellos contra este vagabundo temible, si hasta el comisario de policía mostraba por él cierto respeto?... Debe usted conseguir continuó el ingeniero que no le compren más carne en el campamento ni acepten nada de lo que ofrezca. Moreno contestó con signos afirmativos.
Al llegar al salón se unieron á los tres varones que escuchaban inmóviles y apenas Elena hubo lanzado la última nota de su romanza, el italiano empezó á aplaudir y á dar gritos de entusiasmo. Canterac y el oficinista, por no ser menos, prorrumpieron igualmente en manifestaciones de admiración, expresándolas cada uno con arreglo á su carácter.
Al fin le dixo uno de ellos: La causa de la guerra que asuela veinte años ha el Asia, procede en su orígen de una contienda de un eunuco de una de las mugeres del gran rey de Persia, con un oficinista del gran rey de las Indias.
Explicó Moreno todo lo que Pirovani le había confiado al darle sus papeles y las instrucciones que añadió de palabra. Su fortuna era sólida. Antes del duelo le había entregado igualmente todo el dinero que tenía en su alojamiento. El oficinista podía costear el viaje y la instalación de ella por mucho tiempo en un lujoso hotel de Buenos Aires.
El oficinista seguía pensativo, con las cejas fruncidas, como si estuviese contemplando interiormente un espectáculo molesto para él. Veía una casita cerca de Buenos Aires, y en sus habitaciones, pobres y limpias, una mujer y varios niños. Pero esta visión no tardó en esfumarse, recobrando Moreno el mismo aire de seguridad autoritaria y vanidosa con que se había presentado al hacer su visita.
Montenegro, a pesar de su vida sedentaria de oficinista, sentía removerse en él atávicos entusiasmos a la vista de un corcel de precio; sentía la admiración del nómada africano ante el animal, eterno compañero de su vida. De la riqueza de su jefe don Pablo, sólo envidiaba la docena de caballos, los más caros y famosos de las ganaderías de Jerez, que tenía en sus cuadras.
Robledo, que se había despabilado, mostró una admiración irónica. ¡Qué elegante!... Tuve miedo contestó el oficinista de que el chaqué se me apolillase en el cofre, y lo he sacado á tomar el aire. Después se acercó con timidez á Elena. «¡Buenas noches, señora marquesa!» Y le besó la mano, imitando la actitud de los personajes elegantes admirados por él en comedias y libros.
Y entiende además que a cada instante se ofrecen negocios de mi flor a todo oficinista no lerdo, el cual a menudo tiene algo de que incautarse y al cual no falta de vez en cuando quien le unte bien la mano. Con tales imaginaciones ¿cómo irá nadie con gusto a cavar en el tajo y cómo no ha de querer convertir el tajo en un remedo de la soñada, deliciosa y sibarítica oficina?
El oficinista, conmovido por tales palabras, empezó á balbucear: Cuente siempre con mi admiración, señora marquesa... Yo me voy, y en realidad no me voy... Me tendrá usted en Buenos Aires... Evitó seguir hablando, por miedo á las incoherencias en que le hacía incurrir su emoción. Elena había secado sus lágrimas y le miraba ahora con interés.
Yo la ofreceré un parque... un parque que haré surgir en pleno desierto patagónico. ¿Qué le parece mi idea, amigo Moreno? El oficinista le escuchaba con interés y asombro, pero no supo qué contestar. Necesitaba más explicaciones, y el otro siguió hablando.
Palabra del Dia
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