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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Cuando éste decía: «Buenas noches, señorito Octavio», dejaba escapar un suspiro de satisfacción al verse reconocido y murmuraba: «Es una temeridad andar á estas horas solo por tales sitios: ¡no me vendré otro día sin un arma!». El acuerdo jamás llegaba á cumplirse, y seguía yendo y viniendo de Vegalora á la Segada totalmente inerme y á merced de todos los riesgos y venturas.
No comprendía cómo el chico tenía cabeza para corregirlas en el plazo que le señalaban. Casi al mismo tiempo que Octavio, entraron algunas señoras, lo que sirvió de señal para trasladarse los jugadores á la trastienda. Al llevarlo á cabo hubo apretura á la puerta y Carmen tuvo ocasión para estrechar con disimulo la mano de su novio.
Marchaba distraído, con la mirada perdida en las nieblas del horizonte, absorto en vagos y tristes pensamientos. Los celos le tenían asida el alma desde el encuentro que por la noche tuviera con Octavio. Mas era su amor tan tímido, á pesar de las victorias alcanzadas, que no osaba decir una palabra de tal escena á la condesa.
Este, antes de partir, visita á su joven esposa, de la cual oye la más tierna despedida. Después de retirarse, sorprende su padre á Julia llorando; pregúntale la causa de sus lágrimas, y ella finge verterlas por la muerte de Octavio. Antonio resuelve entonces enlazarla al conde París en vez del difunto Octavio, y con tal propósito le envía un mensajero.
Al fin, la condesa volvió la cara hacia Pedro y le dirigió una tierna sonrisa. Después aproximóse más á él y reclinó la cabeza sobre su fornido pecho, sin dejar de contemplar en silencio el espectáculo sublime de la Naturaleza. Mas en aquel instante escucharon pasos á su espalda y se volvieron con presteza. El señorito Octavio estaba delante de ellos.
Octavio dijo á Carmen en voz baja pero irritada: ¡Parece mentira que te rías de estas payasadas! La niña le miró con ojos muy abiertos y asombrados, como si no acertara á comprender la posibilidad de que fuese malo y feo lo que solazaba á tanta gente respetable. Desde que tuviera uso de razón no había escuchado en su tienda otras conversaciones.
El que siguió fué solemne para los dos seres que quedaban en la roca. La condesa ocultaba el rostro entre las manos. Octavio la contemplaba en silencio.
Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla. Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo dijo al fin. Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince. ¿De veras? dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.
Ya sabes que no puede ser... Por infame que tenga el corazón, no llegará á tanta cobardía... El conde no tiene derecho sobre mi vida... El semblante de Octavio se iluminó de repente al escuchar estas palabras y preguntó en seguida con ansiedad: ¿Está usted segura, señora, de que su marido no intentará nada contra usted? Estoy segura.
Sólo te pido que me honres, Y que en paz y amistad quedes Con el que fué mi marido, Y que su muerte no intentes; Que si lo haces, te juro Que los días que vivieres, Con el fuego que me abrasa, Cada noche te atormente. Pero di, ¿quién es el hombre? El que á Octavio dió la muerte, El hijo del que sustenta Tus enemigos Monteses. Roselo, padre, se llama.
Palabra del Dia
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