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Actualizado: 12 de junio de 2025
Mi mujer ha muerto; es inútil hablar de ella dijo Neris haciendo un esfuerzo. Pero mi hija Blanca es inocente y debes tener piedad de ella. ¿Cómo? Puesto que esos muchachos se aman, habría un medio muy sencillo, si tú quisieras: casarlos, y Blanca seguiría llamándote su madre. ¿Cómo puedes pensar tal cosa?
Nada de eso, pero prefiero la del señor Neris respondió con una sonrisa al anciano, que se quedó encantado; esta vez no dirá usted: «¡Plaza a los jóvenes!» Ahí lo tienes, sobrino, no eres bastante viejo observó el octogenario con un dejo de malicia. El conde se encogió de hombros. Al menos aboga por mí le dijo al oído. Lo que era quizá mucho pedir.
Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria.
La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.
Nada de eso, señor cura; su alejamiento es una simple medida de prudencia en su propio interés. El señor Neris se encogió de hombros con impaciencia. Raúl siguió fumando con una flema enteramente británica. En una palabra, está usted sin institutriz y le hace falta una.
El señor Neris vivía solo en el vasto castillo desierto arrastrando su pena por los lugares en que su hija había vivido y crecido ante su mirada paternal y donde a cada paso encontraba sus huellas, en la arena de los paseos por donde se paseaban juntos, corriendo ella delante de él con su aro o apoyada zalameramente en su brazo; en la verde alfombra de las praderas en que la niña retozaba cuando no era más que una pequeñuela, y donde, ya grandecita, cogía para él grandes ramos campestres que le llevaba llena de alegría; en la sala de estudio y en la mesa de trabajo cargada de libros y papeles, donde la traviesa niña se burlaba de los defectos de la institutriz, joven o vieja, guiñando el ojo al indulgente tío, cómplice de sus malicias.
Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas. Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.
Yo mato aún con limpieza una liebre cuando se me antoja, y pienso festejar mis bodas de oro con mi despacho cuando la señorita Raynal festeje las de plata con la oficina de Correos. Al oír este nombre, un fugitivo rubor coloreó la graciosa cara de Eva. Tiene usted una encantadora vecina dijo con convicción. ¿A quién se lo cuenta usted, señorita? exclamó alegremente el señor Neris.
Su belleza, un poco frágil, tenía algo de delicado y conmovedor. Te sofocas demasiado dijo el señor Neris con alarmada solicitud; vas a coger frío. Pero ya Raúl traía un chal y cubría con él los hombros de la joven con un matiz de galantería que la condesa, en pie en la escalinata, fue la única en observar. Por sus delgados labios se deslizó una enigmática sonrisa.
Pero era uno de esos hombres que son ya maduros a los veinte años, y Raúl, que se creía más joven, no tomó la frase por un cumplimiento. En fin, una noche, creyó oír a la marquesa de Luchessi pronunciar detrás del abanico el epíteto de «Viejo verde». ¿Iba él a representar el papel del tío Neris o tendría que resignarse a desistir de todo?...
Palabra del Dia
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