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Rafael Alcántara tuvo conatos de decirle alguna frase provocativa; pero advirtió en sus ojos que no la soltaría sin proporcionarse un serio disgusto y prefirió quedarse con ella en el cuerpo. Las damas le miraron con más benevolencia. Le encontraban muy original.

lo has de ver. ¿Cómo que lo he de ver? Vaya, que tienes unas cosas... Mauricia se echó a reír con aquel desparpajo que a su amiga le parecía el humorismo de un hermoso y tentador demonio. En medio de la infernal risa, brotaba esta frase que a Fortunata le ponía los pelos de punta: «¿Te lo digo?... ¿te lo digo?». ¿Pero qué? Se miraron ambas.

El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Los sabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojos desmesuradamente al ver entrar al Pollo. ¿Quién es ese hombre? preguntó D. Pantaleón a un clérigo. ¿Quién ha de ser? El albéitar. Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por parte de Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.

Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo.

El toro y el torero se miraron; lió éste el trapo tranquilamente, se echó el estoque a la cara y citó con el pie para recibir. Acudió la bestia, furiosa, y se clavó ella misma la espada hasta la empuñadura. Hubo un grito reprimido de entusiasmo en la plaza. El toro se quedó un instante inmóvil frente al torero, lanzó un débil mugido y se dejó caer desplomado sobre los brazos.

Sonriendo, la tomó de la mano para obligarla a entrar. «El pobre Canencia... dijo . Cosa rara... Hace tanto tiempo que está tranquilo... Pero es un ángel, es incapaz de hacer el menor daño». Ambos le miraron. El semblante del anciano no expresaba ira, sino emoción, y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

Después de una pausa momentánea, añadió desde la oscuridad: Y el corazón me duele. Sucediose un silencio embarazoso. Los hombres se miraron entre y después al fuego.

La madre y la hermana, de pie, me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a . Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.

Los trabajadores europeos le miraron con curiosidad, repitiendo su nombre, y las mestizas fueron hacia él, sonriendo como esclavas. Manos Duras acogió este recibimiento con cierta altivez. Una de las mujeres se apresuró á ofrecerle un asiento de honor, y trajo otro cráneo de caballo. Se acomodó el terrible gaucho en él, teniendo en torno á los demás parroquianos sentados en el suelo.

42 Y aconteció que, cuando se juntó la congregación contra Moisés y Aarón, miraron hacia el tabernáculo del testimonio, y he aquí la nube lo había cubierto, y apareció la gloria del SE