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Pero Tono no le dejó acabar. ¡Gallina! ¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban vagando por las calles? Ahora mismo le rompía la cara. El Menut se hizo atrás para evitar el golpe. También él mostró deseos de agarrarse allí mismo; pero se contuvo viendo una tartana que se aproximaba lentamente, balanceándose sobre los baches de la ronda y con su conductor todavía adormecido.

En el obrador, Tono tenía su víctima: el pobre Menut, un muchacho enclenque que meses antes aún era aprendiz, y al que los camaradas reprendían por el excesivo afán de trabajo que mostraba siempre, ansiando un aumento de jornal para poder casarse. ¡Pobre Menut!

El Menut sentía cierto decaimiento, y hasta probó a hablar. Reconocía su imprudencia. Había sido el vino y su falta de costumbre; pero debían pensar como hombres, y lo pasado... pasado. ¿No pensaba Tono en su mujer y los chiquillos, que podían quedar más desamparados que estaban?

Y entre las risotadas de sus compañeros, describía a la pobre muchacha con minuciosidad vergonzosa, como si la hubiera desnudado con la mirada. El Menut no levantaba la cabeza, absorto en su trabajo; pero estaba pálido, como si dentro del estómago se revolviera la merienda mordiéndole.

Un domingo por la noche, Tono llegó muy alegre al horno. Había merendado en la playa; sus ojos tenían un jaspeado sanguinolento, y al respirar lo impregnaba todo de ese hedor de chufas que delata una pesada digestión de vino. ¡Gran noticia! Había visto en un merendero al Menut, a aquel ganso que tenía delante. Iba con su novia: una gran chica. ¡Vaya con el gusano tísico! Bien había sabido escoger.

Pero Tono no se fijaba en ello, revolviéndose como un loco entre los brazos de sus compañeros y pidiendo a gritos que le soltasen. En eso pensaban. Todos habían visto que aquel maldito, en vez de abalanzarse sobre el Menut, intentaba llegar hasta el rincón donde colgaban sus ropas, buscando, sin duda, la famosa faca, tan conocida en las tabernas de las afueras.

Cuando se fue el Menut, media hora después, los camaradas le acompañaron. Le hicieron mil ofrecimientos. Ellos se encargarían de ajustar las paces por la noche; pero mientras tanto, quieto en casa, y a evitar un mal encuentro, no saliendo en todo el día. Despertábase la ciudad.

Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía crueles dudas y sonreía satisfecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de rodillas y chorreando sangre. ¡Granuja!... ¡Hablar tan libremente de su novia! No; no quería arreglos con él. Al dar la vuelta a la llave oyó que le llamaban: ¡Menut! ¡Menut! Era Tono, que salía de detrás de una esquina. Mejor: le esperaba.

Y siguió trabajando, pero con más ardor, sin levantar la cabeza, deseando acabar cuanto antes. El Menut miraba a todos fijamente y se encogía de hombros con cierta arrogancia, como si, rota ya su timidez, le costara trabajo volver a recobrarla. Tono fue el primero en vestirse y salió acompañado hasta la puerta por los buenos consejos del amo, que él agradecía con cabezadas de aprobación.

Al buscar sus ropas terminado el trabajo, encontrábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibía en pleno rostro bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él, dejaba caer sobre su encorvado espinazo la poderosa manaza, como si se desplomara medio techo. El Menut callaba resignado. ¡Ser tan poquita cosa ante los puños de aquel bruto, que le había tomado como un juguete!