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Actualizado: 17 de mayo de 2025
No hace mucho que se pronunció en este mismo aposento: os escuchaba... desde esa ventana; os oía á vos, al padre Aliaga, al tío Manolillo. ¿Doña Clara? Eso es... doña Clara Soldevilla. ¿Pero es cierto que él la ama? Podréis juzgar de ello dentro de poco. ¡Cómo! ¿vos podéis procurarme?...
Un paje de la reina se presentó poco después. Tío Manolillo dijo , os aconsejo que os escondáis por algún tiempo. Pues ¿qué pasa, hijo? contestó dominándose el bufón. Que habéis dado un susto á su majestad, y no ha acabado de almorzar; se ha dejado casi todo lo que tenía en el plato cuando entrásteis vos. ¿Pechugas de perdiz?... Eso es... ¡una perdiz que olía tan bien!... me la he comido, tío.
Pero contadme, contadme: ¿en qué estado se encuentran los amores del sargento mayor y de la mayor cocinera? El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, y puéstose en la actitud de la mayor atención. ¿Qué escucháis? dijo Quevedo. ¡Eh! ¡Silencio! dijo el bufón levantándose de repente y apagando la luz. ¿Qué hacéis? Me prevengo.
Sí; le he llevado por mi desdicha al teatro; allí ha tropezado con ese impertinente de don Bernardino de Cáceres, que le ha provocado; que le ha metido en un lance. ¡Bah! pues don Bernardino no le matará exclamó con gran confianza el tío Manolillo. ¿Y decís que irá al alcázar Juan? De seguro. ¡Oh! ¿y podéis ponerme en sitio desde donde le vea?... añadió con ansiedad la joven.
El bufón no hablaba una sola palabra; acometía en silencio, y de tiempo en tiempo salían de su pecho rugidos poderosos, sordos; hálitos abrasadores, con los que parecía querer comunicar á su acero la fuerza de su rabia. Ved que me canso, tío repitió Quevedo. El tío Manolillo redobló su ataque. ¡Ah! dijo Quevedo ; ¿conque os empeñáis, hermano? pues señor, descansemos.
No, no por cierto; en la calle Ancha de San Bernardo. Pues he aquí que estamos en la plazuela de Santo Domingo. Y dentro de poco estaremos á su puerta. En efecto, poco después el bufón llamaba á la puerta de la Dorotea. Salió á abrir Casilda. ¡Oh! ¡bien venido seáis, tío Manolillo! dijo la joven ; no sabíamos qué hacer con la señora; está terrible. Entrad, entrad.
No sé cómo puedes resistir esto, Felipe; tus gentes te cuidan muy mal; yo en lugar tuyo ya tendría consumida la sangre. Tú no quieres creerme. Echa de tu lado á Lerma, y á Olivares, y á Uceda, que son otros tantos braseros en que se abrasa la sangre de España, y que acabarán por sofocarte. ¿Sabes, Manolillo, que después de lo que me has contado, me pareces otro hombre? dijo el rey.
Al salir Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, de casa del excelentísimo señor duque de Lerma, se encontró manos á boca con el tío Manolillo, bufón del rey, que le asió por un brazo y le metió en una taberna, donde se encerró con él en un aposento.
Aún me faltan la cocinera y la doncella dijo ; doña Ana, esa bribona, no tiene más criados; el olor de la cocina me llevará. El tío Manolillo adelantó. No era entonces un hombre, sino una fiera astuta que adelantaba recelosamente sin producir ruido hacia su presa. Un momento después la cocinera y la doncella estaban enmudecidas y atadas.
Sí, sí... vuestro padre... eso es... dijo Quevedo, que no quería que don Juan supiese que el tío Manolillo conocía aquel secreto. Mi padre ha hecho mal... dijo don Juan.
Palabra del Dia
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