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Actualizado: 2 de junio de 2025
Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se apretaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba abajo, y decía: «¡Puh!» «¡Puh!» repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.
Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar estas patatitas. Lo que quieras. ¡Ah!... se me olvidaba. Frasquito toma té... y como está tan delicadillo, hay que traerlo bueno. Del mejor. Iré por él a la China. No te burles. Vas a la tienda, y pides del que llaman mandarín. Y de paso te traes un quesito bueno para postre... Sí, sí... eche usted y no se derrame.
Sé dos palabras importantes, mi general: «Mandarín» y «Té». El héroe se pasó la mano de gruesos tendones sobre la horrible cicatriz que le cruzaba la calva: «Mandarín», amigo mío, no es palabra china y nadie la entiende en este país. Es el nombre que en el siglo XVI, los navegantes de su patria, de su hermosa patria... Cuando nosotros teníamos navegantes... murmuré suspirando.
El azote del mandarin chino ha viajado mucho por la tierra; puso los piés en Francia, y se llamó Bastilla en el siglo XIII, así como antes se habria llamado de otra manera, porque es claro que las edades anteriores, todas las edades humanas tuvieron tambien su Bastilla.
Nunca he oído hablar de él, nunca dijo el mandarín: dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echó a los pies del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los brazos cruzados, y arrodillándose en el aire. Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el pájaro. Y el emperador mandaba a cada media hora a buscar al mandarín.
Mas, general murmuró, yo quiero librarme de la presencia odiosa del viejo Ti-Chin-Fú y de su papagayo... Si yo entregase la mitad de mis millones al tesoro chino, ya que no me es dado personalmente, como Mandarín, aplicarlos a la prosperidad del Estado, tal vez Ti-Chin-Fú se calmase. El general puso paternalmente su ancha mano sobre mi hombro. Error, considerable error, joven.
Una influencia sobrenatural se apoderó de mí, arrebatándome fuera de la realidad y del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dos visiones: de un lado un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos, en un kiosco chino, al «tilín-tín» de mi campanilla; ¡y de otro toda una montaña de oro brillando a mis pies!
Graznó una rana, y dijo el mandarincito: «¡Oh, qué hermosa canción, que suena como las campanillas!» «Es una rana que grazna», dijo la cocinerita. Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor. ¡Ese, ése es! dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama. ¡Ese! dijo el mandarín mayor: nunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla: ¡nunca lo creí!
¡Qué episodio administrativo tan pintoresco, tan chino! El servicial Camilloff, que se pasaba el día entero recorriendo los Yamens del Estado, tuvo que probar, primero, que el deseo de conocer la morada del viejo Mandarín no encubría ninguna conspiración contra la seguridad del Imperio, y después fué preciso que jurase que no encerraba esta curiosidad un atentado contra los Ritos sagrados.
Desde que mi dicha depende de una doble viudez, me he prometido siempre partir un millón entre las almas caritativas que me librasen de mis enemigos. En un cajón de mi secreter había quinientos mil francos para ese mandarín que ya no existe. »Tumba de los secretos, quemará usted mi carta, ¿no es verdad? Queme también los periódicos que hablan de este asunto.
Palabra del Dia
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