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Actualizado: 8 de junio de 2025


Si los tres barquitos con su puñado de tripulantes se encuentran, al tocar tierra, con los indios feroces de la América del Norte o los belicosos aztecas de Méjico, de seguro que no vuelven... ¡y se acabó Colón! Sólo al final del viaje continuó Maltrana habla el Almirante de su compañero, con cierto encono.

Los canes, después de olisquear a Maltrana y su compañero, adivinando su carácter de intrusos, juntábanse sobre un puente, del que partía el camino que sus amos habían de seguir.

Gómez y sus amigos, deseosos de hacer constar que ellos lo habían presenciado todo, hablaban de Maltrana, de sus palabras elocuentes, de la serenidad con que se había expuesto a la muerte, del balazo en un pie.

El terrible Maltrana, que en las reuniones de la juventud era implacable, no perdonando persona ni institución, escupiendo su bilis sobre todo lo existente, describiendo el país como un establo de bestias en el que no se encontraba ni media persona, ablandábase conmovido ante la más leve muestra de consideración de un poderoso.

Maltrana sufrió en silencio estas palabras de su tío, que aún le parecieron más molestas en presencia de su tertulia de majaderos. Sin embargo, fingió una sonrisa pensando en el dinero que podía darle. Creo continuó el Ingeniero que ha llegado para ti la hora de... vámonos.

Cinco filósofos célebres, con las hojas algo ajadas, valían tanto como un novelista mediano acabado de cortar; tres poetas famosos equivalían a un tratado sociológico de segunda mano, en el que hallaba Maltrana una tosca recopilación de cosas harto conocidas.

Además, podía llevarse todos sus libros; pero era preciso que abandonase la casa cuanto antes. Y el personaje, sacando su cartera para entregar tres billetes de mil pesetas, no sin antes invitar a Maltrana a que firmase un recibo, obsequió al joven con un nuevo discurso empedrado de buenos consejos. Había que acometer de frente la vida. La vida es seria; la vida no es un juego, joven amigo.

Comieron con el buen apetito de la juventud, con esa excitación que proporciona la novedad de los cambios de sitio. Feli, de vez en cuando, fruncía el entrecejo con sus preocupaciones de amita de casa. Esto empieza mal; gastamos demasiado. Con lo que cuesta este aparato que han traído del café tengo yo para dos días. Maltrana contestaba con risas.

Sus ojos extraviados miraron hacia la puerta; y había tal seguridad en sus palabras, que Maltrana se volvió, creyendo por un momento en la certeza de la alucinación. Con grandes esfuerzos pudo llevarla hasta el pobre lecho y la tendió en él, creyendo terminada la crisis.

Maltrana se alegró al verle. «El vecino», como él le llamaba, habíale siempre inspirado gran simpatía. Muchas veces, de chiquitín, entraba en su cuartucho, y sentándose en sus rodillas, le acariciaba el recio bigote, haciéndole preguntas sobre las aventuras de su vida. Era un aragonés, parco en palabras, rudo, sobrio, habituado a la obediencia.

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