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Actualizado: 8 de julio de 2025


Guardó silencio, como si se gozase en la estupefacción de Maltrana, y luego continuó, con una sonrisa doctoral: En los tiempos coloniales, cuando la vieja España nos tenía como niños en la escuela, y aun mucho después, en la época de nuestras revueltas, dos y dos jamás fueron cuatro. No había quien sumase, quien pusiese los dos números uno sobre el otro.

Fernando miró también, influenciado por este silencio, y vio a Maltrana que acababa de descender por una escalerilla de hierro. En mitad de la escalera estaba Nélida mirando a la muchedumbre extendida a sus pies, orgullosa de la emoción que despertaba su presencia.

Además, el belga no cejaba en su guerrera tenacidad. Un joven argentino iba desde el día anterior detrás de Maltrana, participando con cierta admiración en sus preparativos, ayudándole en la busca de las armas, consultando a los camaradas que conocían los alrededores de Río Janeiro para escoger el lugar del combate. Nunca había presenciado duelos, y mostraba gran interés por ver uno de cerca.

Maltrana y el señor Manolo, oyendo al famoso dañador sus propósitos de no arriesgarse aquella noche, recobraban la tranquilidad. Les había encogido el corazón al oír a aquellas gentes que hablaban de heridas, de palizas y de presidios, como incidentes naturales de su oficio. ¿ estás seguro de que no tropezaremos a los esbirros? preguntó el señor Manolo a su hermano.

La gente se cansó de seguirla con los ojos, y fue esparciéndose por el paseo y el jardín de invierno, donde aguardaba el café humeando en las tazas. Ojeda entabló conversación con míster Lowe antes de volver a su mesa, ocupada ya por Maltrana.

Cuando usted tenga un capítulo, me lo trae, y así con todos los demás. Yo los iré copiando, para que vaya de mi letra a la imprenta. Aunque ocupadísimo, creo que tendré tiempo para este pequeño trabajo. Maltrana, al verse en la calle, creyó que la Fortuna marchaba ante él, abriéndole paso con el revoloteo de sus alas de oro.

Ya no le llamarían «borrego». Amaba más a los explotadores que a sus camaradas de miseria. La desgracia, siempre ciega, había visto claro esta vez al castigarle por medio de la codicia de aquellos a quienes él defendía. ¡Pobrecillo! De todos modos, era uno de los suyos: una víctima más, por la que había que protestar. Maltrana dejó de ver al señor José.

Fíjate, criatura; di si tu abuela se ha visto nunca en tal abundancia. Esto parece un café de la Puerta del Sol. Maltrana, a la luz indecisa de la vela, veía todos los platos rajados por negras líneas, las tazas con grietas o sin asas, los vasos con los bordes rotos.

Maltrana adoptó una resolución. Los pobres como ellos, de vida incierta, sólo podían vivir en las casuchas cuyos cuartos se pagan diariamente, en los falansterios de la miseria, como aquel caserón de obreros donde él había nacido.

Y la Mariposa guiñaba sus ojos, contraía el negro agujero de su boca rodeado de arrugas, adivinando que sólo un suceso de gran importancia podía haber traído hasta allí a su nieto. Maltrana desechó todo preámbulo. Pasaba el tiempo; Zaratustra no tardaría en volver, y él deseaba hablar a solas con la anciana.

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