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Antes de salir de casa entró en ella el médico, que iba a saludarme aprovechando la oportunidad de la visita casi diaria que hacía a mi tío, particularmente desde su última y grave enfermedad.

En una palabra, el viejo médico era un ejemplo de la extraordinaria facultad que tiene el hombre de transformarse en un demonio, si quiere por cierto tiempo desempeñar el oficio de éste.

Si era necesario llamar algún médico afamado, que lo llamaran al momento, y de cuenta de él, del benéfico y filantrópico Melchor, corrían los gastos de botica.

Vamos, usted está loco o quiere quedarse conmigo... y conmigo no se queda nadie, se lo advierto. Yo conozco esas monjas desde hace cinco o seis días. He sido llamado como médico por la madre superiora, después las he acompañado alguna vez por cortesía. Nada más que esto.

Al subsiguiente de esta conversación emprendí la caminata con Neluco, los dos solos y a caballo: yo en el de siempre, bien repuesto ya de sus últimas fatigas, y él en otro rocinejo por el estilo, que era de su propiedad y tenía la costumbre, como caballo de médico, de pararse delante de todas las viviendas que hallaba al paso.

El P. Gil se puso en cruz, mientras una mirada dulce y melancólica plegaba sus labios. Midieron el largo de los brazos. Después el de las manos. En este punto, médico y jurista tornaron a cambiar otra mirada de inteligencia.

Al mediodía llegó el médico, que reconoció a Martín la herida, le tomó el pulso y dijo: Ya pueda empezar a comer. ¿Y le dejaremos hablar, doctor? preguntó la muchacha. . Se fué el doctor, y la muchacha de los ojos negros descorrió las cortinas y Martín se encontró en una habitación grande, algo baja de techo, por cuya ventana entraba un dorado sol de invierno.

Bien sabe Dios que nunca he olvidado tanta generosidad; pero esa noche me sonrojé, me dio vergüenza aceptar los servicios del médico, sin retribuirlos debidamente. Vamos... prosiguió don Crisanto, en tono afable, ¿ya te resolvió Castro Pérez? ¿Vas a servirle de amanuense? El martes estaré por allá. No entiendo nada de esas cosas.... Bueno; pero todo se aprende.

Y en cambio usted contestó impúdicamente se ha regocijado de su vida. ¿Quién es el que se tomaba la molestia de traerme sus noticias? ¿Quién es el que venía todos los días a decirme en la cara: está mejor? ¿Quién es el que me obligaba a leer sus cartas y las del médico? Hace casi ocho meses que usted me estaba asesinando con su salud. ¡Qué menos que un cuarto de hora para regalarme con su muerte!

Amable, atento, obsequioso; y ya que mate, como los otros, lo hace siempre con cortesía. Varias señoras nos hemos empeñado en convertirle en el médico de moda. A me lo han recomendado mucho las de Zubizarrendo, las de Martínez Torrebaja, las de Pérez Campanilla y, sobre todo, la viuda de Esquilón, que ya sabes el empeño que pone en todas las cosas.