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, es mucho dinero. ¿Y todo ese dinero es mío? , todo ese dinero es tuyo. ¡Ah! me alegro, porque el día en que murió mi padre, allá, durante la guerra, los prusianos mataron al mismo tiempo que a él, al hijo de una pobre mujer de Longueval... la anciana Clement, ¿sabéis? Y también al hermano de Rosalía, con quien yo jugaba cuando era niño.

Cura de Longueval, , toda su vida no había sido otra cosa, nunca había soñado ni querido más que eso. Tres o cuatro veces le propusieron grandes curatos de cantón, con buena renta y uno o dos tenientes. Siempre había rehusado. El adoraba su pequeña iglesia, su pequeña aldea, su microscópico presbiterio.

Se iba a la ciudad, a casa del abogado de la Marquesa, para conocer el resultado de la venta, para saber quiénes eran los nuevos propietarios de Longueval; quedábale todavía un kilómetro que correr antes de llegar a las primeras casas de Souvigny; pasaba por el parque de Lavardens, cuando oyó sobre su cabeza voces que lo llamaban. ¡Señor cura, señor cura!

Las modistas y las grisetas de provincia reemplazaban, sin hacérselas olvidar, a las cantoras y cómicas de París. Buscando un poco se encuentran aún grisetas en las provincias, y Pablo buscaba mucho. Apenas estuvo el cura en presencia de la señora de Lavardens, díjole ésta: Yo puedo, sin esperar la llegada de M. de Larnac, deciros los nombres de los compradores de Longueval.

Frecuentemente, en casa de madama de Longueval, después de comer, dormitaba un poco. Vosotras le habéis acogido con tanta bondad, que ha recobrado su antigua costumbre. Y ha hecho muy bien dijo Bettina. No hagamos ruido, no le despertemos. Sois demasiado buena, señorita; pero la noche está muy fresca. ¡Ah! es verdad, podría resfriarse. Esperad, voy a buscar un tapado.

Lo que todas las buenas madres desean para sus hijos, sobre todo cuando sus hijos han hecho locuras... un rico casamiento o una buena amistad. En Longueval encuentro las dos combinaciones, y aprovecharé una u otra. Dentro de diez días me harás el gusto de prevenirme, de hacerme saber cuál de las dos me abandonas: madama Scott o miss Percival. ¡Estás loco! No pienso ni pensaré nunca...

El carruaje y las guarniciones brillaban como si fueran de oro, y los caballitos con sus rosas blancas a cada lado de la cabeza. La muchedumbre se había aglomerado en el patio de la estación, y allí supieron que tendrían el honor de asistir a la llegada de las castellanas de Longueval.

El batallón, al partir, siguió el camino que atravesaba Longueval y pasaba ante la casa del doctor. Madama Reynaud y Juan esperaban a la orilla del camino. El niño se arrojó en los brazos de su padre: «Llévame, papá, llévameLa madre lloraba. El doctor los abrazó fuertemente a los dos, y continuó su marcha. A cien pasos de allí el camino hacía un recodo.

Luego no estaba enamorado, pues el amor y la tranquilidad rara vez hacen buenas migas en un mismo corazón. No obstante, Juan veía con cierta inquietud y tristeza acercarse el día que traería a Longueval a los Turner, los Norton y toda la colonia americana. Ese día llegó muy pronto. El viernes 24 de junio, a las cuatro de la tarde, cuando Juan vino al castillo, Bettina lo recibió muy triste.

Además, desde la instalación de madama Scott en el castillo, Loulou tenía siempre varios terrones de azúcar. El abate Constantín se había hecho gastador, pródigo; sentíase millonario, y los terrones para el caballo de Juan, eran una de sus locuras. Un día casi le dirigió a Loulou su eterno discurso. Esto procede de las nuevas castellanas de Longueval. Rogad por ellas esta noche.