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Actualizado: 21 de junio de 2025
Apenas le dio tiempo para bajar del caballo, y cuando estuvieron solos: Cuenta le dijo, pronto, cuenta tu comida de ayer. Las vi por la mañana. La menor manejaba cuatro poneys negros, ¡con un desenfado! Las saludé... ¿Has hablado de mí? ¿Me conocieron? ¿Cuándo me llevas a Longueval? ¡Pero responde, pues, respóndeme! ¡Responder, responder! ¿A qué pregunta, primero? A la última.
Hasta entonces el cura creía que no podía haber en el mundo nada más suntuoso que el palacio episcopal de Souvigny, que los castillos de Lavardens y Longueval... Y ahora comenzaba a comprender, según lo que oía contar de los nuevos esplendores de Longueval, que el lujo de las grandes casas de hoy, debía sobrepasar extremadamente al lujo serio y severo de las viejas casas de antes.
Entonces las dos mujeres se aproximaron a la tumba y con la cabeza inclinada, permanecieron allí durante algunos instantes pensativas, conmovidas, recogidas. Luego, volviéndose las dos al mismo tiempo, con el mismo movimiento tendieron la mano al joven oficial, y continuaron su marcha hacia la iglesia. El padre de Juan había obtenido su primera plegaria en Longueval.
Y estas cuatro cifras adicionadas al pie del aviso, daban la respetable suma de dos millones cincuenta mil francos. Así, pues, iba a dividirse la magnífica propiedad que desde dos siglos atrás siempre había escapado a la división, pasando intacta de padres a hijos, en la familia de Longueval.
Desde que estoy encantada con la adquisición, esto no constituye más que un detalle, pero que no me disgustaría saber... Decid, señor cura, si lo sabéis, decidme el precio. Un precio enorme respondió el cura, pues se agitaban muchas esperanzas y ambiciones en torno de Longueval. ¡Un precio enorme! me asustáis... ¿Cuánto, exactamente? ¡Tres millones!
Correrá la voz hasta las otras aldeas de que aquí se hace la caridad a ojos cerrados, y uno de estos días vendrán a establecerse infinidad de pobres a Longueval. El cura da cincuenta francos a Paulina, que sale a llevárselos a un pobre hombre que se rompió un brazo al caer de arriba de una carreta de pasto. El abate Constantín queda solo y pensativo en el presbiterio.
¡Veinte francos! pero yo no pido nada, no necesito nada. Tengo mi pensión. ¡Su pensión!... ¡setecientos francos al año! Pues bien respondió el cura, será para cigarros, pero escuchad bien: esto viene de América... Y comenzaba de nuevo el panegírico de los dueños de Longueval. Entró en casa de una buena mujer, cuyo hijo había partido el mes anterior para Túnez. Y bien, ¿cómo está vuestro hijo?
¡Bueno! dentro de diez días solamente, pero te advierto que entonces me instalo en Longueval para no salir más de allí. En primer lugar, con esto daré gusto a mamá, que aunque todavía está un poco fastidiada con las americanas, y dice que buscará medio de no encontrarlas nunca, ¡yo la conozco bien a mamá!
El aviso anunciaba también que después de la venta provisional de los cuatro lotes, habría derecho a reunirlos para rematar toda la propiedad entera; pero era demasiado grande, y según todas las apariencias, no se presentaría ningún comprador. La Marquesa de Longueval había muerto seis meses antes.
El cura se fue a poner su sobrepelliz y su estola. Juan condujo a madama Scott al banco reservado, desde siglos atrás, a las dueñas de Longueval. Paulina tomó la delantera y esperó a Bettina a la sombra de un pilar de la iglesia, para hacerla subir por una escalera estrecha y empinada, e instalarla ante el armonium.
Palabra del Dia
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