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Llamábase este teniente de artillería Juan Reynaud, y era hijo único del médico de aldea que descansaba en el cementerio de Longueval. Cuando en 1846, el abate Constantín vino a tomar posesión de su pequeño curato, un doctor Reynaud, el abuelo de Juan, hallábase instalado en una risueña casita, sobre el camino de Souvigny, entre los dos castillos de Longueval y de Lavardens.

¡ soldado! exclamó el cura; pero no eran esas las miras de tu padre... Muchas veces, en presencia mía, tu padre hablaba de tu porvenir, de tu carrera: debías ser médico, como él, médico de aldea, médico de Longueval... y como él asistir a los pobres, y como él cuidar a los enfermos. Juan, hijo mío, acuérdate. Me acuerdo, me acuerdo.

Tal era el subteniente de artillería que el sábado 28 de mayo de 1881, a eso de las cinco de la tarde, echó pie a tierra ante la puerta del presbiterio del Longueval. Entró seguido dócilmente por su caballo, que por mismo fue a colocarse bajo una especie de establo que había en el patio. Paulina se hallaba en la ventana de la cocina. Juan se acercó y la besó con cariño en las dos mejillas.

Juan partía al día siguiente... Bettina le rogó con insistencia viniera a pasar el último día en Longueval, a comer con ellas. Pero Juan se negó, alegando sus ocupaciones la víspera de la partida. Llegó a la noche, como a las diez y media. Había venido a pie, y más de una vez en el camino, pensó volver sobre sus pasos. Si tuviera valor se decía, no la volvería a ver.

Marcelo corrió a Longueval con el corazón desgarrado: adoraba a su padre. Pasó un mes al lado de su madre, y al cabo de ese tiempo, le manifestó la necesidad de volver a París. Es verdad le dijo ella, es preciso que te vayas. ¡Cómo! ¿que me vaya?... Que nos vayamos los dos. ¿Crees, acaso, que te dejaré aquí sola? Te llevo conmigo.